La tarea es aparentemente simple: escribir un texto acerca de mí misma para esta sección titulada “En el espejo”. El primer movimiento consiste en un ejercicio de memoria para recuperar los espejos acumulados a lo largo de mi vida. La ruta que se va dibujando es enredada y difusa (como suelen serlo las memorias) y las revelaciones en su mayoría no placenteras (como suelen ser las relaciones de muchas mujeres desde muy jóvenes con los espejos) o complicadas, aunque por razones que pueden interrumpir la lectura tradicional de la propia imagen en el espejo.
Además de los espejos como materia y experiencia –memorias episódicas–, están los espejos narrativos y los espejos metafóricos, espejos que también descubrí en algún punto de mi vida –memorias semánticas–, y que ahora encuentran el camino desde las áreas especializadas en la memoria a largo plazo hacia a la memoria de trabajo, mientras escribo. Según Pepe Milla, encarnación local del hombre letrado del siglo XIX, “el espejo es el consultor oficial de la mujer desde los catorce los hasta los sesenta… Es el amigo a quien se ocurre diariamente en solicitud de una opinión sobre el asunto más arduo, más grande de cuantos pueden la que no es madre, y a muchas que son hasta abuelas: el medio de agradar… No miente, no adula, no economiza las verdades amargas”[1]. Influido por la mitología griega y su representación romántica, así como el pensamiento humanista, el creador de las estampas de costumbres guatemaltecas, a quien leí justamente a los catorce años persuadida por mi abuelo paterno, vaticinaba lo que aún hoy se nos recalca desde la cultura popular: llegará cierta edad en la que no nos va a quedar sino afrontar el espejo, sobretodo para nosotras, las mujeres, condenadas a una existencia a través de la propia imagen.
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