LECCIONES DE LA MUERTE Y LA EXTINCIÓN

La mayor parte de mi infancia transcurrió rodeada de canarios. Los canarios de mi abuela paterna o de mi abuelo materno (quien eventualmente me regaló uno que murió demasiado pronto) musicalizaron los juegos en un jardín o en un garaje. Más adelante, mi hermana y luego mi madre, se interesaron por el avistamiento de aves y pronto llegaron a dominar la habilidad de reconocerlas por su aspecto o sus sonidos. Esta es una pasión contagiosa. Actualmente también convivo con un ave, con la que sostengo conversaciones y con quien compartimos aprendizajes en mutuo intercambio, cultivando una amistad encantada. Es por esto que las historias que de una u otra manera involucran a estos seres emplumados me capturan, si bien suelen tener ese efecto en quien, aunque sea por un momento, se detiene a prestarles atención –a atenderlas–, mirándolas o escuchándolas. La riqueza y abundancia de sonidos con los que todavía son capaces de poblar los atardeceres, por ejemplo, puede ser fascinante si nos detenemos a contemplarlos.

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