La tarea es aparentemente simple: escribir un texto acerca de mí misma para esta sección titulada “En el espejo”. El primer movimiento consiste en un ejercicio de memoria para recuperar los espejos acumulados a lo largo de mi vida. La ruta que se va dibujando es enredada y difusa (como suelen serlo las memorias) y las revelaciones en su mayoría no placenteras (como suelen ser las relaciones de muchas mujeres desde muy jóvenes con los espejos) o complicadas, aunque por razones que pueden interrumpir la lectura tradicional de la propia imagen en el espejo.
Además de los espejos como materia y experiencia –memorias episódicas–, están los espejos narrativos y los espejos metafóricos, espejos que también descubrí en algún punto de mi vida –memorias semánticas–, y que ahora encuentran el camino desde las áreas especializadas en la memoria a largo plazo hacia a la memoria de trabajo, mientras escribo. Según Pepe Milla, encarnación local del hombre letrado del siglo XIX, “el espejo es el consultor oficial de la mujer desde los catorce los hasta los sesenta… Es el amigo a quien se ocurre diariamente en solicitud de una opinión sobre el asunto más arduo, más grande de cuantos pueden la que no es madre, y a muchas que son hasta abuelas: el medio de agradar… No miente, no adula, no economiza las verdades amargas”[1]. Influido por la mitología griega y su representación romántica, así como el pensamiento humanista, el creador de las estampas de costumbres guatemaltecas, a quien leí justamente a los catorce años persuadida por mi abuelo paterno, vaticinaba lo que aún hoy se nos recalca desde la cultura popular: llegará cierta edad en la que no nos va a quedar sino afrontar el espejo, sobretodo para nosotras, las mujeres, condenadas a una existencia a través de la propia imagen.
En las pinturas occidentales de entre los siglos XVII y XIX, el espejo es símbolo de vanidad. Y la única que se mira al espejo es, siempre, una mujer. Superficial y mundana, la vanitas muestra su desnudez mientras el pintor y la audiencia, toda masculina, la contempla sin culpa alguna[2]. Siguiendo esta línea, tal vez inconscientemente, el psicoanálisis lacaniano plantea que es a partir de la contemplación de la propia imagen en el espejo que los niños pequeños comienzan a desarrollar una comprensión del propio cuerpo –el reconocimiento de sí–; es esto lo que posibilita también el lenguaje y lo que da paso a la formación del ego, producto de un orden simbólico. Este planteamiento puede ser entendido desde el papel que juega la influencia cultural en el entendimiento de nuestra propia biología, y, específicamente, mostrar la manera como la cultura occidental ha construido a “la mujer”. Así, y como lo describió en un amplio trabajo filosófico Luce Irigaray[3], la imagen en los espejos antes mencionados es, más que el reflejo de cuerpos particulares, el reflejo del cuerpo imaginario dominante: el masculino. Las nociones de identidad, de individualismo y de unidad, la mirada y la representación son producto de ello. “Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”[4]. El reflejo de lo Mismo, imagen y semejanza de un Narciso proclamado dios. En su celda, ya Sor Juana Inés de la Cruz escribía: “Pues si en tu Narciso, tú / tanta perfección supones, / que dices que es su hermosura/ imán de los corazones… / ¿con cuánta mayor razón estas sumas perfecciones/ se verifican de Dios, / a cuya beldad los orbes, / para servirle de espejos, / indignos se reconocen”[5]. Heredera del imaginario cristiano y el misticismo de tradiciones no occidentales como Sor Juana, María Zambrano piensa que el ser humano “busca verse, y vive en plenitud cuando se mira, no en el espejo muerto que le devuelve la propia imagen, sino cuando se ve vivir en el vivo espejo del semejante”.[6] Cuando tenía catorce años rompí un espejo a propósito y luego pegué los trozos en la pared, uno por uno, levemente separados. Pronto aprendí a mirarme fraccionada.
Los mayas antiguos consideraban que los espejos de pirita reflejaban el alma de quien se miraba en ellos. El Dios K lleva un espejo humeante en la frente; las volutas que lo caracterizan representan su aliento[7]. A diferencia de la imagen fija que el espejo usualmente nos muestra, el dios K tiene el poder de la transformación y por ello llega incluso a fusionarse con otros dioses del panteón mesoamericano. Además, es gracias a éste que se puede acceder al cosmos. El dios polimorfo no se mira a sí mismo al espejo, sino que les muestra a otros lo que son, más allá de su apariencia. Quienes se posaban frente al dios K, dicen, no miraban su reflejo sino su esencia, aunque este concepto metafísico, probablemente producto de la traducción como captura, resulte problemático.
Pero más que como instrumento para desvelar sustancias o fundamentos, el espejo también ha sido entendido como engaño, imitación o simulacro. Ser un mero reflejo implica ya siempre el alejamiento de algo más, real, palpable, verdadero. Cuando son lo suficientemente amplios, los espejos tienen la capacidad de dar la ilusión de que una habitación es más espaciosa, llevan luz a donde no la hay, se convierten en pasillos que se abren en lugares inesperados, portales a lugares inexistentes. Los espejos tecnológicos vienen con filtros. Las selfies tomadas con el celular nos permiten vernos sin vernos y mostrarnos sin mostrarnos realmente. Nos vemos siendo vistos o vistas, nos vemos para ser vistas y al mismo tiempo nos ocultamos. El riesgo de las “verdades amargas” de Milla quedó resuelto. La selfie como autoimagen es como el beso de Judas que temió Fontcuberta al pensar la fotografía, es el espejo reflejo que nos da acceso a una nueva dimensión: la de la falsa realidad. “[La fotografía es] un acto hipócrita y desleal que esconde una terrible traición: la delación de quien dice precisamente personificar la Verdad y la Vida”[8]. ¿Cuál es la verdad de la que se aleja dicha imagen? ¿Qué es lo que vela la manipulación de un reflejo, esa doble “traición”? ¿Acaso somos solamente una imagen? Aún antes de la imagen digital, el espejo como tal solo nos muestra un fragmento de cuerpo y un fragmento de tiempo. Miente como mienten las imágenes con pretensiones de representación, siempre lo ha hecho. ¿Es posible descubrirnos como esencia, separada de todo aquello que nos rodea, de lo que constituye nuestra cotidianidad, nuestras relaciones, nuestra percepción del mundo? Acaso, como lo escribiera María Luisa Bombal, ¿existe un estadio al cual retornar en el que distante de todo aquello, deje de tener preocupaciones, ya no haya estorbos físicos que se interpongan entre mí y “el secreto de una noche”, donde ya no me turbe “ningún pensamiento inoportuno”?[9]
El espejo no es capaz de capturar las experiencias, las múltiples personalidades, actitudes y posturas que adquirimos según la situación, el devenir del tiempo nunca lineal, los deseos, nuestros fantasmas, los enredos sociomateriales que nos hacen. Mi primera serie de pinturas se tituló “Espejo muerto” y estaba compuesta por fracciones, pintadas de manera aislada y luego reintegradas, de mi propio cuerpo. “Como un espejo muerto, la pintura muestra solamente una forma, sin sentimientos… ni emociones válidas”, escribí entonces[10]. Concebimos en un espacio limitado un cuerpo fijo, aislado, plano, enmarcado en un formato que nos recuerda al sinnúmero de imágenes que desde pequeños construyen y constituyen nuestro imaginario. Las imágenes y los espejos tienen mucho en común; abstraen, aíslan y detienen en el tiempo un instante que nunca fue realmente, porque los instantes son movimientos y marañas en procesos infinitos de reconstitución, nunca algo, nunca fijo. Nada puede ser realmente representacional o reflejarse como entidad objetiva. Tampoco el cuerpo. No soy nunca la misma y al mismo tiempo soy. Cuando mi memoria falla, y cuando falle definitivamente, siempre quedarán las trazas o las huellas de algo o de alguien, aunque nunca unívoca; hay patrones recurrentes, hábitos y mañas de los que no puedo deshacerme. Pero quizás no sea el espejo –no uno tradicional, al menos– donde buscar(me), pues “no estoy “en” este cuerpo, soy este cuerpo”[11], siempre en devenir.
Lewis Carroll imaginó un espejo a través del cual se podía acceder a otros mundos, tanto interiores como multidimensionales, en los que habitaban faunas extravagantes. Antes de pasar al otro lado, escribió, lo primero que Alicia “tenía que hacer era lograr una visión panorámica del país por el que iba a viajar… Ríos principales… Montañas principales… Principales poblaciones…”[12]. Desde el inicio, la niña se da cuenta que ella misma es una montaña y que está enredada en ese paisaje y con sus habitantes de manera íntima.
Los otros del mundo de Alicia no son semejantes y el espejo no se encierra tampoco en el círculo de la autoconstrucción. Lo que se pone en evidencia aquí es, más bien, la “intimidad entre desconocidos”[13] que constituye nuestro ser en el mundo. Esta lectura de infancia me recuerda que formo parte de un ensamblaje que trasciende esta carne -pura inmanencia-; me encuentro ya siempre enredada, implicada con una amplia diversidad de cuerpos que conforman este contexto. Acercarnos a las alteridades humanas y no humanas, significa reconocernos conformados por un “conjunto desordenado de cuerpos y espíritus, como promiscuidad de rostros, palabras, acciones…”, como dice Merleau-Ponty[14]. Quizás esa sea la razón por la que me llama más la atención la difracción que el reflejo, y que me interesa difractar[15] las ideas más que reflexionarlas. ¿Dónde comienzan esos cuerpos y en dónde termino yo? De momento pienso que no hay forma de saberlo y la pregunta que surge y a la vez se me escapa –cuando conversaciones, lecturas e instrumentos de trabajo me interpelan– es: ¿qué multiplicidades estoy generando en mi práctica cotidiana de estar siendo? La multiplicidad conlleva movilización permanente y, como dice Rosi Braidotti, “la pluricolocación es la traslación afirmativa de la sensación negativa de la pérdida”[16] .
Me encuentro sumergida en un proceso donde el tiempo y el espacio, las fuentes, los saberes, mis emociones y afectos, las diferencias que me constituyen y que genero, mi posición, las corporalidades que me rodean, sus historias, texturas y superficies son mis coautores y yo de ellos –firman conmigo este texto–. Mi implicación en diversos procesos (pedagógicos, artísticos, teóricos) y la manera como participo en la construcción de nuevos fenómenos por medio de mis movimientos me permiten ir generando “una gozosa apertura a posibilidades nuevas”[17]. Los mapas que se van trazando se convierten en guías para perderse, espacios liminales en movimiento donde no prima la búsqueda sino la entrega.
[1] José Milla y Vidaurre. “El espejo”, en El Canasto del Sastre.
[2] John Berger me enseñó cuando era estudiante de historia del arte que en el arte occidental “los hombres actúan y las mujeres aparentan”. Berger, J. (2008). Ways of Seeing. New York: Penguin Books. Cap. 3.
[3] Luce Irigaray (1992). Yo, tú, nosotras. Madrid: Cátedra.
[4] Borges, J. L. (1997). “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”.En Ficciones. Madrid: Alianza Editorial.
[5] Sor Juana Inés de la Cruz. El Divino Narciso. 85 – 100.
[6] María Zambrano (1993). El Hombre y lo Divino. Pp. 286-287
[7] Helen Alexander (S/F). El Dios K en las vasijas cerámicas mayas. Famsi. http://www.famsi.org/spanish/research/alexander/index.html
[8] Fontcuberta, J. (2016). El Beso de Judas. Barcelona: GG Gil. P. 17.
[9] “Tanto seres, tantas preocupaciones y pequeños estorbos físicos se interponían siempre entre ella y el secreto de una noche. Ahora, en cambio, no la turba ningún pensamiento inoportuno”. Bombal, M. L. (2004). La Amortajada. México: Universidad Nacional Autónoma de México. Pp. 8-9.
[10] Espejo muerto, Italia, 2007.
[11] Le Guin, U. K. (2004). “Perros, gatos y bailarines”, en Contar es Escuchar. España: Círculo de Tiza.
[12] Lewis Carroll (2004). A través del espejo. Argentina: Ediciones del Sur. P. 36.
[13] Citada por Donna Haraway (2019). Seguir con el problema: generar parentesco en el Chtuluceno. Barcelona: Consoni. P. 101.
[14] Maurice Merleau-Ponty (1964). Lo visible y lo invisible. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión. P. 397.
[15] El concepto de difracción ha sido planteado por la epistemología feminista como alternativa a la tendencia occidental moderna y patriarcal a la construcción y refuerzo de la Mismidad y con ello a la totalización. Ver Haraway, D. (1999) y Barad, K. (2003, 2014).
[16] Rosi Braidotti (2018). Por una política afirmativa: Itinerarios éticos. Barcelona: Gedisa. P. 138.
[17] Ídem. P. 35.
Texto escrito para Agencia Ocote, noviembre, 2020.