Apenas arranca el año y, con esa ilusión de reinicio que las fechas nos imponen, parece ser aún demasiado temprano para tanto. El hartazgo de un encierro que va a adquiriendo otros nombres y dimensiones y esta aparente quietud desde la que nos llegan las noticias de la violencia —a sabiendas de que otras muchas no nos llegan; anulación simbólica, doble muerte— parece ya haberse extendido suficiente (aunque el suficiente en este país parece estar ampliando siempre sus criterios y sus límites). Y es también a partir de esa tendencia imaginaria a compartimentalizar el tiempo en breves períodos con inicios y finales desde donde pareciera que las situaciones están aisladas, desde donde cada coyuntura en la que los medios nos sumergen es un capítulo separado en la narrativa de nuestra historia, solo con algunos hilos comunes de trasfondo: el contexto, algunos de sus personajes, el estilo de la trama. Pero esa sensación de otra vez no es más que un continuo. Es, más bien, un todavía («heredamos el futuro, no solo el pasado», sugiere Karen Barad). La violencia de cada día en contra de mujeres y de niñas se suma a las cifras de abuso doméstico, de violaciones y de acoso, todo ello entrelazado con las relaciones de poder y la falta de voluntad política, arreglos institucionales y privilegios establecidos a partir del género, la racialización y la idea racional de que solo algunos cuerpos tienen agencia y por ende importan.
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