Un ejercicio que les pido hacer a mis estudiantes de arte es el de cerrar los ojos e imaginarse viajar en el tiempo al París del siglo XIV. Generalmente hacen una descripción de elementos de la vida cotidiana en el Bajo Medievo y notan cómo las interacciones están determinadas por la Iglesia. Al centro se impone un edificio único: rosetones que proyectan hacia dentro una luz casi mística, una bóveda de crucería de 43 metros de altura, dramáticos arcos y contrafuertes. Las esculturas en los tímpanos mandan mensajes claros sobre la importancia de mantener la fe y el temor al castigo. Hay quienes le atribuyen su grandeza a alguna fuerza sobrenatural más que a la capacidad humana. Podemos afirmar ambas cosas: este edificio existe gracias a lo humano y a lo divino. Ese es el propósito del ejercicio. Comprender que cada época, en diferentes contextos, es moldeada por un orden imaginado o, como lo llamaría Foucault, una episteme (la sombrilla conceptual que establece la verdad de cada época). Les pido entonces que se trasladen a Times Square, en Nueva York, en el presente. «Luces de neón, pantallas gigantes, mensajes acerca de cómo deberíamos vivir, cómo nos deberíamos ver y qué debemos consumir para poder lograrlo». La tierra prometida del sistema presente. Queda claro que la episteme contemporánea dista en mucho de la de Europa en el siglo XIV, pero, al igual que aquella, determina la manera como entendemos el mundo y a nosotros mismos y cómo nos relacionamos. El arte y las imágenes publicitarias juegan un papel central en la transmisión y el refuerzo de los valores de la época hasta materializarlos.
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