Entre febrero y abril de 1936, varios miembros de la familia de mi abuela materna –quien entonces tenía cinco años– murieron de fiebre tifoidea, entre ellos su madre. Era usual en aquella época que personas con alguna enfermedad fueran enviadas al campo, pues en muchos casos estas mejoraban tras sumergirse en la naturaleza. Fue así como un médico de Cobán le recomendó a alguien retirarse a la finca de mi tatarabuelo, en Senahú.
La muerte de su familia marcó la vida de mi abuela y, por extensión, la de su descendencia. La enfermedad es parte de nuestra historia —como de la historia de la mayoría—. En nuestros genes se guardan las experiencias de la muerte y la sobrevivencia. Detrás de nuestra crianza y de la configuración de nuestros patrones neuronales yacen fragmentos de la peste, el dolor, la ausencia, el llanto, múltiples muertes sin funeral, duelos pendientes y dolores que se quedaron abiertos. Se me ocurre que esta sea la raíz de la autoinmunidad.
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