Resumen: Las propuestas educativas enfocadas en la interculturalidad, como competencia, son planteadas desde el esquema educativo que resulta de la visión moderna/colonial. En este sentido, la competencia intercultural es una meta concreta establecida a priori, junto con otras competencias del paradigma de la llamada Educación para el siglo XXI. La meta de la interculturalidad parte de la noción del acercamiento a otros diversos como traducción –una que se realiza unilateralmente y a partir de categorías específicas– con el fin de conseguir una convivencia pacífica para la cooperación en un mundo globalizado y encaminado a la globalización del progreso. Lo anterior implica que existe una contradicción al centro de estas propuestas pues sugieren una apertura al otro sin el otro así como a costa de éste y de saberes, sentires y afectividades otras. Desde la propuesta de interculturalidad planteada por el pensamiento decolonial y la filosofía posthumana se propone, en cambio, formas otras de traducción –que pueden ser entendidas como la apertura a diversos cronotopos, a la negociación horizontal de significados y al enfoque en el proceso más que en el fin del aprendizaje–, como posibilidades de acercarse entre diversos y como condición de la pedagogía.
“En este libro se verá muy claro lo que algunos émulos han afirmado, que todo lo escrito en estos libros, antes de éste y después de éste, son ficciones y mentiras, hablan como apasionados y mentirosos, porque lo que en este libro está escrito no cabe en entendimiento de hombre humano el fingirlo, ni hombre viviente pudiera fingir el lenguaje que en él está”.
Fr. Bernardino de Sahagún, Historia de las nuevas cosas de la nueva España.
«Our mothers teach us to speak, and the world teaches us to shut up».
Valeria Luiselli, Lost Children Archive.
LA INTERCULTURALIDAD COMO COMPETENCIA DEL SIGLO XXI, A COSTA DE LA INTERCULTURALIDAD
Desde hace por lo menos dos décadas, en el campo educativo se ha ido hablando cada vez más de la importancia de educar para la interculturalidad. Una vez establecida esta, entre las metas centrales de la llamada “Educación para el siglo XIX” (Delors, 1996; Morin, 1999), han surgido múltiples propuestas sobre cómo alcanzar el fin de la “inteligencia cultural” (Earley, 2006), la “competencia global” (OEDC, 2018) o la “competencia intercultural” (Deardoff, 2009; UNESCO, 2017), entre otros modelos y marcos. Estas propuestas parten de la premisa de que vivimos en una época en la que la globalización y las demandas del desarrollo económico implican la relación entre diferentes culturas para la convivencia pacífica, de modo que la cooperación y el crecimiento sean posibles. Lo plantea así el marco de las competencias interculturales de la UNESCO:
Las competencias interculturales son habilidades para navegar acertadamente en ambientes complejos marcados por la creciente diversidad de gentes, culturas y estilos de vida, en otros términos, habilidades para desempeñarse ‘efectiva y apropiadamente al interactuar con otros lingüística y culturalmente diferentes de uno mismo’ (Fantini & Tirmizi, 2006)… Ellas tienen que llegar a una nueva generación de ‘ciberciudadanos’, notablemente hombres y mujeres jóvenes con oportunidades inimaginables para conversaciones globales (2017, p. 9).
A partir de la publicación del informe mundial Investing in Cultural Diversity and Intercultural Dialogue (UNESCO, 2009), se estableció la existencia de “un nuevo tipo de alfabetización, a la par de la importancia de las habilidades de lectura, escritura y aritmética: la alfabetización cultural” (UNESCO, 2017, p. 9). Esta propuesta se suma a la visión que desde organizaciones internacionales como Naciones Unidas, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional establece las metas educativas a mediano y largo plazo, con especial enfoque en los países llamados “en vías de desarrollo”. Así, el enfoque de la alfabetización cultural busca impactar a los educandos de todo este mundo globalizado, pero especialmente incorporar a los de los países subdesarrollados al discurso global, es decir, reducir las brechas entre el Norte y el Sur. No obstante, los esfuerzos de la cooperación Norte – Sur hasta el 2015 se enfocan en el “alivio de la pobreza”. Las brechas, mientras tanto, se han ido ampliando (Torres, 2005). De este modo, las propuestas de una educación para el siglo XXI, planteadas desde una posición en apariencia neutral que concibe a todos los seres humanos como ciudadanos del mundo y con necesidades compartidas propias de la época histórica en que estos viven, fracasan en responder a una amplia diversidad de realidades, aún cuando se habla de “aprender a vivir juntos”.
Son varios los problemas subyacentes de las propuestas para la educación intercultural como rasgo de la educación del siglo XXI, junto con el desarrollo de competencias que tienen que ver con el dominio de la tecnología, la comunicación y el pensamiento crítico y creativo entendidos como las herramientas clave para la adaptación en un mundo por naturaleza cambiante. Primero, el lugar desde el que se enuncia la preocupación por el futuro. Segundo, la concepción de dicho “futuro”, como narrativa estructurada por una concepción particular del espacio-tiempo, y, derivado de lo anterior, el enfoque con que se plantean las “soluciones” a los retos, considerados así. Estos puntos pueden mostrar, como punto de partida, por qué las propuestas ligadas a la interculturalidad como habilidad, capacidad o competencia necesaria para navegar el “futuro” en el que ya estamos inmersos son incapaces de responder a realidades que no corresponden con la visión occidental/moderna/colonial. Esa capacidad de adaptarse, al centro de las competencias del siglo XXI, implica de entrada un cierre; establece un marco único desde el cual es posible desarrollarse. Los estudiantes deben aprender aser creativos para adecuarse a los cambios, innovar para evitar quedarse atrás en un mundo conformado por individuos en permanente competencia. La educación superior, por su parte, concibe a sus estudiantes como nuevos profesionales en preparación, a quienes les corresponde estar a la altura de las reglas ya establecidas por el mundo laboral. Desde ese punto de vista, la competencia intercultural es “el sustento para el mundo de hoy, una fuente fundamental para acoplar los múltiples lugares que puede tomar la educación (de la familia y la tradición a los medios, tanto viejos como nuevos, hasta grupos y actividades informales) y una herramienta indispensable para trascender el choque de ignorancias”. (UNESCO, 2017, p. 9). Como transmisora de saberes establecidos, es una visión que corresponde con lo que Freire llamó “educación bancaria[1]”. Las competencias, como herramientas para la adaptación, implican realidades y criterios a priori: procesos de aprendizaje, saberes, habilidades, conceptos y posibilidades de afección ya establecidos.
En una entrevista, un grupo de periodistas le preguntó a Heidegger: “¿Cuál de las corrientes que hemos esbozado sería, a su modo de ver, la más adecuada a nuestro tiempo?”, a lo que el filósofo alemán respondió: “No lo sé. Pero veo aquí una cuestión decisiva. Habría que aclarar, en primer lugar, lo que entiende usted por ‘adecuada a nuestro tiempo’, lo que ‘tiempo’ significa aquí” (citado por Derrida, 2005, p. 137). Tal como lo señala Heidegger, plantear una serie de recomendaciones como idóneas para “nuestro tiempo” acarrea una serie de problemáticas, a las que habría que agregar, incluso, ¿a qué se refiere ese “nuestro” o “nosotros”? ¿acaso compartimos todos los seres humanos, o los seres vivos, las mismas circunstancias, vulnerabilidades y necesidades? ¿las mismas soluciones responden por igual a todos? La suposición de un “nosotros” implica una identidad uniformada, un punto en común en el que nos es posible encontrarnos todes, donde somos iguales. Ese punto, además, está determinado por una misma noción del tiempo (“este tiempo”, el nuestro): la traducción del tiempo a un tiempo lineal y progresivo de la tradición judeocristiana que luego pasó a ser justificado por la Ilustración y un entendimiento deformado del evolucionismo.
Como la noción del tiempo, las demás afirmaciones detrás de la llamada Educación del siglo XXI con sus respectivas metas o competencias, pertenecen a un imaginario particular. El mismo que confunde el conocer con el cuantificar (De Sousa, 2009) y que concibe el tiempo como una sucesión lineal y progresiva de eventos que aspiran a la estabilidad. Esta visión –cuyo poder radica precisamente en la capacidad de ver sin ser vista– establece criterios únicos a partir de los acules universalizar y desencarnar el saber, a costa de múltiples saberes. Es por ello por lo que la misión educativa (como modelo civilizatorio del discurso hegemónico) ha sido siempre su principal instrumento de transmisión y cristalización de su imaginario, una misión de exclusiones epistémicas. En ese sentido, todo planteamiento educativo hecho desde esa lente niega, no incluye, otras culturas, junto con sus imaginarios, saberes, creencias y afectividades.
De este modo, las propuestas que aspiran a una interculturalidad sin incluir un cuestionamiento del sistema educativo mismo y de sus mecanismos para el fortalecimiento del discurso hegemónico (hoy el capitalismo avanzado) fracasa en su intento pues limita la interculturalidad como herramienta para las interacciones puramente económicas –variaciones de lo mismo y refuerzo de su ipseidad. Derrida escribe que “la racionalidad puede convertirse en un ‘mal’ cuando es unilateral y especializada” (2005, p. 153). La concepción unilateral de la racionalidad es la base de las instituciones educativas, sobretodo desde la llamada Ilustración. Como lo muestra Devroop (en Samuel et al. 2006):
Las críticas kantianas (2002a, 2002b and 2002c) brindaron argumentos poderosos acerca de los propósitos de las instituciones: mantener los ideales y los procedimientos de una racionalidad crítica dentro de sus límites apropiados. En tanto que una universidad mantenga estas distinciones y límites, esta debería ser capaz de contener procesos de crítica poderosos, prometedores y universales. Estos establecen los temas permisibles para la indagación y las formas y contenido de la investigación; la crítica misma se convierte de este modo en la ruta para el aprendizaje, el currículo. Esta inversión de la universidad alemana como sistema ideal de conocimiento, volvió sinónimos la institucionalización y la crítica (p. 34).
Ese punto fijo desde el que se plantean las nociones del nosotros, del tiempo y de las necesidades o retos afrontados por un conglomerado abstracto ha pretendido hacer una traducción de los Otros, lo que implica su transformación de acuerdo con categorías que no les pertenecen, dando paso a su borramiento y a la pérdida de mundos otros. Como el papel de la educación es central para ello, el resultado de la misma acaba siendo el contrario del que se plantea en la mayoría de sus discursos; lo que Amin, Samuel y Dhunpath (Samuel et al., 2016) llaman “daño cognitivo[2]”, uno que se da “en ausencia del mal funcionamiento interno, el trauma y la degeneración” (p. 4), como resultado de la capacidad del cerebro de ser moldeado por un aprendizaje (gracias a la plasticidad cerebral) que se desarrolla en detrimento de la vida; como “cuando el lenguaje se utiliza para crear realidades inexistentes que pueden llevar a la confusión, la alienación o la alucinación” (2016, p. 4).
Así, cuando se enseña desde una visión única, “la función del aprendizaje es capaz de crear conexiones intraneuronales, influir en los patrones de onda y dirigir la construcción de significados de numerosas maneras que muchas veces no son beneficiosas para todas las comunidades” (p. 5). El resultado es el daño cognitivo que, de acuerdo con estos autores, es necesario revertir transformando el modelo educativo e irrumpiendo el currículo de la educación superior.
LA TRADUCCIÓN COMO FIN
Uno de los elementos centrales del discurso educativo es el de las metas. Se plantean metas en todos los niveles, dentro y fuera del currículo. El alcance de estas metas debe ser medible. Las competencias –planteadas a partir del modelo empresarial– son las metas que los estudiantes, como individuos, deben alcanzar y los criterios que guían todas las acciones y procesos de una “educación por competencias”. El éxito en el alcance de las metas es lo que determina el éxito de la misión educativa. Las metas de aprendizaje, con sus criterios de logro, son establecidas a partir de un punto neutral (desde el poder)[3] que se asume capaz de identificar a priori y en todas las instancias los propósitos de toda experiencia de aprendizaje y por ende las características y roles que esas experiencias deben tener. Así, el mundo de la educación es un reino de los fines. En su Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, Kant establece:
Por reino entiendo el enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes. Mas como las leyes determinan los fines, según su validez universal, resultará que, si prescindimos de las diferencias personales de los seres racionales y asimismo de todo contenido de sus fines privados, podrá pensarse un todo de todos los fines (…) en enlace sistemático; es decir, un reino de los fines, que es posible según los ya citados principios… Mas de aquí nace un enlace sistemático de los seres racionales por leyes objetivas comunes; esto es, un reino que, como esas leyes se proponen referir esos seres unos a otros como fines y medios, puede llamarse muy bien un reino de los fines (2013, Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres).
De este modo, los fines educativos establecen el carácter, las habilidades y los saberes (desde una noción racional desencarnada) que se debe formar en los futuros ciudadanos. Las cualidades de los seres racionales por excelencia -al centro del modelo civilizatorio–, establecidas por el ethos moderno, concibe de igual manera a un adulto maduro y racional que merece ser parte de la sociedad a la que pertenece, se construye un solo ser y una sola experiencia del mundo, “en enlace sistemático”. El niño, niña o joven en proceso de ser educado es igualmente visto como un ser sin agencia ni voluntad propia por no poseer aún sus capacidades racionales totalmente formadas. De este modo, el concepto de desarrollo que organiza nuestra visión del tiempo como lineal y progresivo y producto de la visión de los filósofos alemanes del siglo XIX sobre la “historia universal”, es igualmente aplicado al sujeto.
La educación propicia el paso de una infancia inmadura/irracional a una adultez madura/racional. Existe una superación de algo previo que es sustituido por algo nuevo y mejor. Esta es la narrativa que determina la visión de nuestra propia vida y del paso de la juventud a la vejez, cuya cúspide es medida por el criterio del éxito económico o el progreso personal –como resultado de la “capacidad productiva”– y la estabilidad, como punto álgido o recompensa. Desde este marco, todas las metas educativas establecidas, como competencias o logros, están encaminadas a esa otra gran meta, que muchas veces se confunde con realización personal. Esta claro también que su enfoque es individualista. Se entiende que el progreso social es producto del esfuerzo y el progreso individual. Como escribe Tedeschi, “superar la idea de competencia significa entonces superar una forma de pensamiento que parece tener como meta solo una eficacia a corto-medio plazo y un crecimiento casi exclusivamente individual” (2020).
Por otro lado, la noción de competencias interculturales falla en reconocer que más allá de la globalización, el mundo ha estado poblado por diversas culturas que a lo largo de la historia se han encontrado entre sí de maneras también diversas y que existen contextos en los que el encuentro entre diversidades es parte de su composición y no resultado de migraciones de grupos minoritarios. La necesidad de “entender al otro” adquiere desde esos contextos otro sentido. Tal es el caso de Guatemala, constituida por una amplia diversidad de pueblos con idiomas y rasgos culturales distintos a la vez atravesada por una historia de conflicto y elevados niveles de racismo (Casaús Arzú, 2006). Como población colonizada, nuestra realidad y nuestras necesidades distan mucho de las de los países occidentales –desde las que se han elaborado los planteamientos de Educación para el siglo XXI– y aún, entre nosotros, con vulnerabilidades también diversas. Probablemente esta sea una de las razones por las que el discurso de la interculturalidad se ha quedado en gran parte limitado a los libros de texto y a las recomendaciones ministeriales.
El Currículo Nacional Base (CNB) de Guatemala, en su reforma más reciente, está organizado como una guía para la educación por competencias basadas en la visión global de desarrollo y progreso a partir de la integración exitosa de los sujetos en el mercado laboral, considerando aspectos culturales particulares (DIGECADE, 2008). Dentro de las particularidades del contexto local se identifica, en primer lugar, el hecho de la “multiculturalidad”. De hecho, se plantea que el principal objetivo de la educación es el de “reflejar y responder a las características, necesidades y aspiraciones de un país multicultural, multilingüe y multiétnico, respetando, fortaleciendo y enriqueciendo la identidad personal y la de sus Pueblos como sustento de la unidad en la diversidad” (2008, p. 6). Este objetivo responde a su vez a la “Visión de Nación”, brindada por el mismo documento: “Guatemala es un estado multiétnico, multicultural y multilingüe, que se está desarrollando como una nación justa, democrática, pluralista y pacifista. Está cimentada en la riqueza de su diversidad natural, social, étnica, cultural y lingüística y en la vivencia permanente de valores para la convivencia y la consolidación de la cultura de paz, en función del desarrollo equitativo y del bienestar personal y colectivo de todas las guatemaltecas y los guatemaltecos” (p. 8, las cursivas son mías). De lo anterior se deriva la manera en que el CNB organiza las competencias. Así, se plantea dentro de las “competencias marco” y como evidencia de logro que el estudiante:
Promueve y practica los valores en general, la democracia, la cultura de paz y el respeto a los Derechos Humanos Universales y los específicos de los Pueblos y grupos sociales guatemaltecos y del mundo; se comunica en dos o más idiomas nacionales, uno o más extranjeros y en otras formas de lenguaje; utiliza críticamente los conocimientos de los procesos históricos desde la diversidad de los Pueblos del país y del mundo, para comprender el presente y construir el futuro; utiliza el diálogo y las diversas formas de comunicación y negociación, como medios de prevención, resolución y transformación de conflictos respetando las diferencias culturales y de opinión; respeta, conoce y promueve la cultura y la cosmovisión de los Pueblos Garífuna, Ladino, Maya y Xinka y otros Pueblos del Mundo; contribuye al desarrollo sostenible de la naturaleza, la sociedad y las culturas del país y del mundo; valora, practica, crea y promueve el arte y otras creaciones culturales de los Pueblos Garífuna, Ladino Maya, Xinka y de otros pueblos del mundo; vivencia y promueve la unidad en la diversidad y la organización social con equidad, como base del desarrollo plural (DIGECADE, 2008, p. 25).
Además, el CNB está organizado por ejes, los cuales se definen como “conceptos, principios valores, habilidades e ideas fuerza que, integradas dan direccionalidad y orientación a la reforma del sistema y sector educativo. Son cuatro los ejes de la Reforma Educativa: vida en democracia y cultura de paz, unidad en la diversidad, desarrollo sostenible y ciencia y tecnología (Diseño de Reforma Educativa: 1988-52, citado en DIGECADE, 2008). Lo ejes del currículo son temáticas centrales derivadas de los ejes de la Reforma Educativa, y “orientan la atención de las grandes intenciones, necesidades y problemas de la sociedad susceptibles de ser tratados desde la educación” (Marco General de la Transformación Curricular: 2003-54, citado en DIGECADE, 2008, p. 26). Entre los ejes del currículo se encuentran la multiculturalidad e interculturalidad[4] y la equidad de género, de etnia y social[5]. No obstante, un análisis más detenido del documento hace ver que estos ejes y sus respectivas competencias parecen limitarse a la integración de ejemplos de las diferentes culturas (identificadas en los cuatro pueblos) a cada una de las disciplinas escolares. Así, se resalta la importancia de hacer referencia a las comidas, costumbres e idiomas de cada cultura. Un ejemplo de ello es la integración del estudio de los numerales mayas (clásicos) en las áreas de Comunicación y lenguaje y Matemáticas. Mientras que el área de Ciencias Sociales incluye como contenido: “Comparación de las manifestaciones culturales de los pueblos de Guatemala, con los de otros de la región centroamericana: creencias, danzas, comidas, otros” (P. 137), el cual corresponde con la competencia: “Explica los distintos elementos de las cosmovisiones de los pueblos de Guatemala” (P. 137).
Como lo subraya Pérez-Ruiz, “aun en los espacios de construcción de la interculturalidad, se privilegia la necesidad de traducir y validar los conocimientos indígenas, para la integración y la hibridación, dentro de los esquemas hegemónicos estipulados por la ciencia” (2016, p. 22). Hacemos sentido del otro desde nuestras propias categorías, a partir de nuestro imaginario. Intentamos acomodar aquello que no comprendemos a lo que creemos comprender. Como el sujeto que estudia es aquel que posee las herramientas e instrumentos para poder ver al otro desde un punto considerado neutral, el otro, traducido siempre es el que se encuentra en los márgenes. De este modo el CNB, dirigido a los educandos del área urbana e hispanohablantes[6] sugiere la consideración del otro como mera incorporación de su existencia al imaginario “oficial”. Pérez-Ruiz (2016) agrega:
De ahí que persista la visión subordinada que enmarca el encuentro entre los saberes indígenas y los institucionalizados en centros educativos y de investigación. Más allá de las buenas intenciones dirigidas a generar diálogos interculturales simétricos, en la interacción entre sujetos de ámbitos culturales distintos persisten operaciones de reconocimiento desiguales que ponen en marcha los procesos históricos y contextuales mediante los cuales se ha interiorizado la inferiorización de lo indígena (p. 22).
Nombrar al otro, cuyos fines han sido previamente establecidos y se rigen por la noción racional de hacer sentido como dominio, implica así, hablar por el otro, mirar sin ser visto. Esa traducción da paso a la capacidad de hacer algo con ese nuevo entendimiento, a ponerlo en práctica, por lo que el entendimiento del otro adquiere un valor instrumental. En este sentido, la acepción de competencia intercultural como “capacidad de entender al otro” contiene la contradicción de que abrirnos a la alteridad implica muchas veces aceptar que no podremos entenderla. El rostro del otro en Levinas, propone Judith Butler (2006) acarrea una demanda ética. Es ese encuentro con una persona radicalmente distinta, y su precariedad, el que nos coloca, en primer lugar, en una posición de responsabilidad para con ella. Esto tiene que ver no sólo con la posición del que mira al “otro” sino también con la importancia de abrir las posibilidades de la otredad, sin siquiera pretender comprenderlo, saberlo, explicarlo[7], evitando así toda tentación de dominio. Dussel (1973) agrega que “el Otro (como libre, como quien tiene futuro) está fuera del orden del saber y com-prensión, se encuentra en el orden de la confianza, de la fe” y enfatiza: “es necesario superar la idea que entre la fe y el saber se da la misma relación que entre la probabilidad y la certeza” (p. 149).
Cuando los europeos llegaron a América, en sus intentos por traducir las escrituras mesoamericanas, ignoraron los símbolos que nos les parecieran “escritura” –no la entiendieron como tal– de acuerdo con su criterio. En los casos del maya y el náhuatl, ambas escrituras pictográficas y logosilábicas, ignoraron las imágenes (Cossich, 2020). En los siglos siguientes, la minería del conocimiento realizada por los países occidentales dio paso al robo y la acumulación de objetos culturales considerados “exóticos”, por no poseer las características propias de aquello que se reconoce racionalmente, en colecciones privadas y museos europeos. Volpato (Citado por Tedeschi, 2020), escribe así que “estas formas de compresión previa del Otro se proponen como interpretaciones ya establecidas sobre un grupo de personas, y las colocan en marcos y categorías que no permiten comprender las culturas de procedencia, creando situaciones que acompañan casi siempre los procesos de infravaloración y deshumanización”. La traducción como imposición de mis categorías, conlleva la anulación y la construcción de estereotipos con riesgo de cristalizarse.
Como en el CNB, el estudio de otras culturas parece no ser más que el estudio de grupos sociales congelados en el anacronismo, reducidos por el libro de texto a “objeto de estudio”, uno que se ve desde un punto desde el que el otro no puede responder, ver de vuelta o interpelar. La diferencia que existe entre la educación pública y privada, y la de sus poblaciones, en Guatemala, es un ejemplo de esa objetivación y exclusión también. El otro no es más que un otro abstracto debido a que no se sostienen interacciones significativas. Ese otro sirve también como ejemplo del recorrido que la humanidad como un todo ha realizado a lo largo de la historia universal en dirección al progreso, representa todo lo que ha sido o debe ser superado o la condena de no participar del sistema educativo establecido por el marco hegemónico. Como escribe Pérez-Ruiz, “Se trata de procesos cognitivos mediante los cuales los sujetos descifran, categorizan, adscriben, evalúan, clasifican y califican los atributos de los otros sistemas de conocimiento que resultan externamente evaluados” (2016, p. 22).
La evaluación es un instrumento del sistema educativo como sistema teleológico. Esto significa que todo el enfoque, señalado así por las competencias, se encuentra en el resultado y no en el proceso, sus condiciones e integrantes, en los encuentros, en las construcciones, en las conversaciones, en las emociones y afecciones generadas durante. Así, el aprendizaje no está enfocado en sus protagonistas –los aprendices– sino en los productos que son capaces de crear (como resultado de las capacidades para las que son entrenados), cuyo valor es determinado cuantitativamente. El aprendiz está, por lo tanto, alienado. Cuando una de las metas es la interculturalidad, el valor radica, igualmente, en un resultado concreto y no en el encuentro y la aproximación entre diversidades como proceso y praxis. El resultado es el producto de la traducción que se haya logrado de el descubrimiento unilateral del otro y lo que pueda hacerse con eso. Haraway (1991) propone así que: “la ciencia ha tratado siempre de una búsqueda de la traducción, de la convertibilidad, de la movilidad de los significados, y de la universalidad, a la que yo llamo reduccionismo si un lenguaje (adivínese cuál) es implantado como norma para todas las traducciones y conversiones. Lo que el dinero hace. en los órdenes de intercambio del capitalismo, el reduccionismo lo hace en las poderosas órdenes mentales de las ciencias globales: sólo existe una ecuación (p. 322). Coincidentemente, la guía de las Competencias Interculturales de UNICEF plantea: “vale decir que aprender es, primero y ante todo, considerar cualquier asunto, objeto o ser, como un símbolo para ser descifrado o interpretado” (2017, p. 9).
Si el proceso de enseñanza-aprendizaje es un proceso de descifrar o interpretar, una educación intercultural implica el desciframiento y la interpretación del otro, asumido de entrada como ajeno. Sin embargo, traducir implica ignorar los aspectos más diversos y por ende difíciles de equiparar a la visión de quien traduce, simplificando o reduciendo aquello que se traduce para poder hacer sentido de ello. Ricoeur (2001) se pregunta: “¿y quién sabe si el ideal de la traducción perfecta, no mantiene, en última instancia, la nostalgia de la lengua originaria o la voluntad de dominio sobre el lenguaje por el bien de la lengua universal? Abandonar el sueño de la traducción perfecta sigue siendo la confesión de la diferencia imposible de borrar entre lo propio y lo foráneo”. (p. 20) Por su parte, Echeverría (2000) afirma que “cada vez se vuelve más evidente que la humanidad del «hombre en general» sólo puede construirse con los cadáveres de las humanidades singulares” (p. 27).
La traducción del otro en este sentido no es más que la construcción de un espejo, reflexión como reflejo, robustecimiento de la mismidad. Es la ausencia del pluralismo epistemológico, “el adagio de Platón según el cual el pensamiento es un diálogo del alma consigo misma” (Ricoeur, 2001, p. 20). Su fin no es más que el refuerzo de lo mismo: de un sistema que niega desde su base formas otras se ser y se conocer. El problema educativo no es así solo epistemológico sino ético.
FORMAS OTRAS DE TRADUCCIÓN PARA UNA PEDAGOGÍA INTERCULTURAL
En su análisis de la modernidad y el ethos barroco, Bolívar Echeverría propone que “ser intérprete no consiste solamente en ser un traductor bifacético, de ida y de vuelta entre dos lenguas, desentendido de la reacción metalingüística que su trabajo despierta en los interlocutores. Consiste en ser el mediador de un entendimiento entre dos hablas singulares, el constructor de un texto común para ambas” (2013, p. 21). Esta idea abre múltiples posibilidades para pensar una pedagogía intercultural, una que no se asuma desde un lugar singular desde el cual se traduce (donde se asumen un intérprete y un interpretado) sino un espacio, como mediador, que posibilite textos comunes. Esto implica partir de la superación de la posición neutral y ver a los integrantes de toda experiencia educativa como seres que aprenden desde la localización[8] y el posicionamiento, lo que implica que los saberes son parciales, encarnados y cargados de emotividad. La ausencia de una posición ventajosa entre otras posiciones permite que la diferencia no sea esencializada o considerada ajena, negativa o en falta, sino, en cambio, se valore como algo positivo, necesario para el aprendizaje, enredada, compleja, indeterminada e intrínseca. Partir de los conocimientos locales, para no caer en nociones como la del “sistema mundial” potencia una búsqueda común que tiene que ver, como escribe Rivera Cusicanqui, “con la memoria, con las sangres que nos habitan, con los entornos y con los paisajes” a partir de lo cual podemos “traducirnos, es decir, encarnamos y dialogar con nuestro entorno de montañas, cerros, lagos, etc. Comprometemos con esos seres que están ahí, cada quien en su entorno” (2018, p. 155).
La apertura a otras formas de entender el mundo puede ser un primer paso primordial para una educación no sólo intercultural sino una pedagogía socialmente justa. Esto implica que mientras las aulas y los espacios educativos no escolares no estén poblados por sujetos diversos, activos, que se encuentren en un mismo plano, estas posibilidades están limitadas. En este sentido, la interculturalidad debe concebirse no como una meta a alcanzarse desde la educación sino como una condición de la pedagogía[9]. En las palabras de Walsh: «Más que un simple concepto de interrelación, la interculturalidad señala y significa procesos de construcción de conocimientos ‘otros’, de una práctica política ‘otra’, de un poder social ‘otro’, y de una sociedad ‘otra’; formas distintas de pensar y actuar con relación a y en contra de la modernidad/colonialidad, un paradigma que es pensado a través de la praxis política» (2003, p. 21).
Esta es una concepción pedagógica como práctica y proceso sociopolítico productivo donde la interculturalidad no es un modelo más sino la metodología pedagógica esencial e indispensable, fundamentada en la realidad de las personas y sus subjetividades, historias y luchas (como práctica situada), como escribe Alexander (2005), es un “proyecto tanto epistémico como ontológico amarrado a nuestro modo de ser” (p. 22). La traducción unilateral es sustituida por la negociación horizontal de significados y la construcción colectiva de significados previamente inexistentes, como esa “lengua-puente” a la que se refiere Bolívar Echeverría[10] y como nuevas configuraciones. La posibilidad misma del diálogo intercultural significa escapar de las estructuras totalizantes de la educación actual, moldeada desde la visión científica (como sistema occidental) y abrirse a la noción de epistemologías, en plural. Echeverría (2000) también nos recuerda que:
La mediación del intérprete parte necesariamente de un reconocimiento escéptico, el de la inevitabilidad del malentendido. Pero consiste sin embargo en una obstinación infatigable que se extiende a lo largo de un proceso siempre renovado de corrección de la propia traducción y de respuesta a los efectos provocados por ella. Un proceso que puede volverse desesperante y llevar incluso, como llevó a la Malintzin, a que el intérprete intente convertirse en sustituto de los interlocutores a los que traduce (p. 21-22).
En este sentido, una pedagogía intercultural que supera la traducción del otro no es planteada desde el fin de la “convivencia pacífica” –como punto final fijo– pues acepta que el encuentro entre diversos puede ser muchas veces contradictorio y, en cambio, abraza un proceso abierto a la actualización, renovación y refinamiento continuo desde la cual se definirán rutas propias. La contradicción se convierte así en el espacio para el surgimiento de múltiples cadenas de significación, las cuales surgen como parte de un proceso de búsqueda común (epistemológica y ética) por entendimientos adecuados del mundo que nos rodea y de las condiciones que limitan nuestra libertad (Braidotti, 2019). Es, como lo plantea Moll (s/f), “una perspectiva ética acerca de la alteridad [donde] la escritura, la intersubjetividad basada en el lenguaje (…), es siempre un núcleo esencial, en tanto que pérdida de la subjetividad (la ipseidad), por lo que la escritura pasa a ser exterioridad compartida con los otros, reflejo y pregunta, memoria de una escritura compartida” (p. 9).
Cualquier fin establecido a priori imposibilita la interculturalidad como potencia para construir una sociedad justa y equitativa pues, como se ha planteado, el fin implica no sólo una visión pre-establecida de la realidad sino también una concepción lineal y progresiva del tiempo, y el espacio atado a ese mismo sentido. La construcción de significados previamente inexistentes requiere de otros cronotopos y con ello de la desfamiliarización con el pensamiento occidental (también antropocéntrico) (Braidotti, 2019); “desaprender a pensar desde el universo de la totalidad y aprender a pensar y actuar en sus afueras, fisuras y grietas, donde moran, brotan y crecen los modos-otros, las esperanzas pequeñas” (Walsh, 2017, p. 31).
Un cronotopo, como lo llamó Bajtin (citado por Navarrete, s/f), es una configuración de tiempo y espacio que genera y organiza historias; proporciona un orden particular dentro del cual es posible localizar eventos y personajes. Desde el imaginario occidental, el cronotopo lineal es el que da sentido a las acciones de los sujetos en el tiempo. Sin embargo, como lo señala Navarrete (2004), diferentes tradiciones culturales poseen diferentes cronotopos, en algunos casos muy distintos al occidental. Este fue uno de los aspectos que los europeos llegados a América en el siglo XVI no lograron entender y traducir de las culturas originarias. Mientras que para los europeos el tiempo lineal implicaba una sucesión de eventos que sustituyen eventos anteriores (relegándolos a un pasado ya pasa siempre perdido), algunos pueblos mesoamericanos entendían el tiempo como una rueda de turnos donde el tiempo se daba cíclicamente (Navarrete, 2004). El uso de una sola cronología –la occidental, impuesta desde la colonia– para localizar todos los eventos humanos se convierte así en la única alternativa desde la cual entender a diferentes culturas. Esta concepción del espacio-tiempo es la que rige nuestra visión del pasado (al que se le rechaza) y el futuro (al que se aspira) y es la que se encuentra al centro de la visión desarrollista que concibe el proceso educativo como un ensayo de esa misma linealidad del mundo “real” y su proceso histórico, cuyo fin es el progreso. La rueda de turnos como principio organizador de algunas culturas mesoamericanas, en cambio, refleja una razón aditiva que busca la pluralidad donde lo nuevo no deja atrás lo viejo. Incorpora sin desplazar lo ya existente. “Como señala un padre-madre quiché, ‘no se puede borrar el tiempo’” (Navarrete s/f, 13). Como lo narra Navarrete (2004), cuando Cortés pidió a los tlaxcaltecas que adoraran al dios cristiano y destruyeran a sus propias deidades, estos le respondieron: «Decid al capitán que por qué nos quiere quitar los dioses que tenemos y que tantos tiempos servimos nosotros y nuestros antepasados; que, sin quitarlos ni mudarlos de sus lugares puede poner a su Dios entre los nuestros, que también le serviremos y adoraremos y le haremos casa y templo de por sí, y será también Dios nuestro, como lo hemos hecho con otros dioses que hemos traído de otras partes» (p. 44).
El abrirse a otras concepciones de cronotopo –formas otras de traducir el tiempo– desde la pedagogía puede ser una estrategia metodológica que nos permitan habitar los procesos de construcción de saberes y evitar el enfoque en los resultados como productos pre-establecidos, así como dejar de pensar la educación como la adquisición de saberes que superan “ignorancias” o saberes previos, saberes-otros. De este modo, el proceso de aprendizaje deja de ser lineal. Se vuelve hacia atrás y se dialoga constantemente con el pasado, permitiéndole a los sujetos concebirse como nómadas en procesos permanentes de devenir con otros, entre otros, sin fines claramente establecidos. La posibilidad de múltiples cronotopos en juego nutre también la noción de pensar como actividad crítica y creativa (una como condición de la otra). Re-situarse en el tiempo significa re-situarse en el espacio y en relación al propio cuerpo. Las interacciones entre sujetos pueden ser transformadas y con ello la negociación de lo que la convivencia puede significar. Como escribe Navarrete (2004, p 30): “otras sociedades distintas a la nuestra piensan que el pasado no queda atrás sino adelante o abajo, y esa concepción tiene diversas y profundas consecuencias culturales, históricas y hasta éticas”. No se trata de regresar en el tiempo y encontrar nuestras formas “originales” de ser y pensar sino de propiciar espacios para el diálogo entre heterogeneidad de saberes para no repetir actos colonizadores.
La interculturalidad como la condición del proceso de aprendizaje, caracterizado por una participación activa en la que entran múltiples lenguajes, permite la construcción colectiva de conocimientos. En un espacio para senti-pensar en libertad desde el que es posible nombrar antes que aprender nombres. Un proceso (en el que habita el sentido y significado de la pedagogía) en el que de manera conjunta distintas voces crean los medios para entrar en diálogo y re-situarse en el tiempo y el espacio, desde donde imaginar y plantear nuevas formas discursivas para nuevas relaciones y para la constitución de mundos-otros, quizás más justos.
[1] “En la visión ‘bancaria’ de la educación, el ‘saber’, el conocimiento, es una donación de aquellos que se juzgan sabios a los que juzgan ignorantes. Donación que se basa en una de las manifestaciones instrumentales de la ideología de la opresión: la absolutización de la ignorancia, que constituye lo que llamamos alienación de la ignorancia, según la cual ésta se encuentra siempre en el otro”. (Freire, 2005, p. 79).
[2] Los autores definen el daño cognitivo como “aceptar y habitar imposiciones que son antiéticas en relación al sentido del yo (self); la incapacidad de reconocer las maneras y los medios en que un individuo o el self es marginalizado, borrado, hecho invisible, maltratado, debilitado o esclavizado; darse a prácticas y estructuras de la hegemonía; obediencia o consentimiento de la imposición de diversas formas de subyugación, la incapacidad de superar o resistir estas imposiciones cuando se es consciente; y la ausencia de agencia, revuelta o acción retributiva. Amin, N., Samuel, M., y Dhunpath, R. (Eds.). Disrupting Higher Education Curriculum: Undoing Cognitive Damage. Rotterdam: Sense Publishers. Pp. 3- 160. (Traducción propia).
[3] La neutralidad, como objetividad, hace referencia aquí a la crítica de Donna Haraway (1991) sobre esta posición desde la que la lente dominante “mira”. Lo plantea así la filósofa: “Esta es la mirada que míticamente inscribe todos los cuerpos marcados, que fabrica la categoría no marcada que reclama el poder de ver y no ser vista, de representar. Y de evitar la representación. Esta mirada significa las posiciones no marcadas de Hombre y de Blanco, uno de los muchos tonos obscenos del mundo de la objetividad a oídos feministas en las sociedades dominantes científicas y tecnológicas, postindustriales militarizadas racistas y masculinas”. (P. 324).
[4] “Busca propiciar el desarrollo de las y los estudiantes como personas capaces de participar crítica y responsablemente en el aprovechamiento y conservación de los bienes del país y en la construcción de una nación pluralista, equitativa e incluyente, a partir de la diversidad étnica, social, cultural y lingüística. Tiene en cuenta, por tanto, no sólo las diferencias entre personas y grupos sino también las convergencias de intereses entre ellos, los vínculos que los unen, la aceptación de los valores compartidos, las normas de convivencias legitimadas y aceptadas, las instituciones comúnmente utilizadas” (DIGECADE, 2008, p. 27).
[5] “Se refiere, fundamentalmente, a la relación de justicia entre hombres y mujeres de los diferentes Pueblos que conforman el país. Requiere, por lo tanto, del reconocimiento, aceptación y valoración justa y ponderada de todos y todas en sus interacciones sociales y culturales. Orienta el currículo hacia la atención de niños y niñas de acuerdo con sus particulares características y necesidades favoreciendo, especialmente, a quienes han estado al margen de los beneficios de la educación y de los beneficios sociales en general” (DIGECADE, 2008, p. 28).
[6] Han existido otras instancias ministeriales enfocadas en la enseñanza de idiomas mayas. Como lo señala la página del Ministerio de Educación, “la educación bilingüe en Guatemala viene desarrollándose desde los años 60 como un enfoque alternativo de aprendizaje para los niños y niñas indígenas hablantes del idioma maya ixil inicialmente, extendiéndose más tarde a los idiomas k’iche’, kaqchikel, q’eqchi’ y mam, El programa de Castellanización era atendido por “Promotores Educativos Bilingües” y personal denominado “Orientadores de Castellanización” (…) En la década de los 80, sobre la base de los hallazgos evidenciados durante la fase experimental, el programa de castellanización se convierte en Programa Nacional de Educación Bilingüe Bicultural PRONEBI, con atención a los niños y niñas de las áreas lingüísticas K’iche’, Kaqchikel, Q’eqchi’ y Mam. Mediante el Acuerdo Gubernativo No. 1093-84, se crea el Programa Nacional de Educación Bilingüe Bicultural PRONEBI, se consolida como una acción permanente dentro de la estructura del Ministerio de Educación en Guatemala (…). A partir de 1995, el Programa Nacional de Educación Bilingüe Intercultural PRONEBI, adquiere la categoría de Dirección General de Educación Bilingüe Intercultural DIGEBI a través del Acuerdo Gubernativo No. 726-95, del 21 de diciembre de 1,995. como dependencia Técnico Administrativo de Nivel de Alta Coordinación y Ejecución del Ministerio de Educación” (http://www.mineduc.gob.gt/DIGEBI/). En el año 2003, se forma el viceministerio de educación bilingüe e intercultural, “encargado de temas de la lengua, la cultura y la multietnicidad”. Según acuerdo gubernativo No. 526-2003. Diario de Centroamérica, 12 de semptiembre de 2003 (https://www.mineduc.gob.gt/DIGebI/documents/leyes/526-2003.pdf).
[7] En Dialéctica de la ilustración, Horkheimer y Adorno ([1947] 2007) ya planteaban el problema del conocimiento racional de la ilustración, entendido desde sus inicios como sinónimo de dominio de algo. “En el conocimiento que el espíritu tiene como naturaleza dividida en sí misma, la naturaleza se invoca a sí misma como en los tiempos remotos, pero no ya directamente con su supuesto nombre que significa omnipotencia, es decir como mana, sino como algo ciego, mutilado. El sometimiento a la naturaleza consiste en el dominio de la misma” (p. 54).
[8] Haraway escribe: “Lucho a favor de políticas y de epistemologías de la localización, del posicionamiento y de la situación, en las que la parcialidad y no la universalidad es la condición para que sean oídas las pretensiones de lograr un conocimiento racional. Se trata de pretensiones sobre las vidas de la gente, de la visión desde un cuerpo, siempre un cuerpo complejo, contradictorio, estructurante y estructurado, contra la visión desde arriba, desde ninguna parte, desde la simpleza.” (1991, p. 335).
[9] Pedagogía es entendida aquí como “práctica de la libertad” según Freire (1996), como “algo dado, entregado en la mano, revelado, algo que irrumpe transgrediendo, perturbando, dislocando, invirtiendo conceptos y prácticas heredadas (…) para hacer posibles diferentes conversaciones y solidaridades (…) Convocan pensamientos subordinados que son producidos en el contesto de las prácticas de marginalización para que podamos desestabilizar las prácticas existentes de conocer y cruzar fronteras ficticias de exclusión Alexander (2005) y como praxis transformativa de la realidad real e histórica (Dussel, 2002) por eso su uso diferenciado con educación de las partes anteriores de este ensayo.
[10] “Ante esta futilidad de su esfuerzo de mediación, ante esta incapacidad de alcanzar el entendimiento, la práctica de la interpretación tiende a generar algo que podría llamarse «la utopía del intérprete». Utopía que plantea la posibilidad de crear una lengua tercera, una lengua-puente, que, sin ser ninguna de las dos en juego, siendo en realidad mentirosa para ambas, sea capaz de dar cuenta y de conectar entre sí a las dos simbolizaciones elementales de sus respectivos códigos; una lengua tejida de coincidencias improvisadas a partir de la condena al malentendido” (Echeverría, 2000, p. 22).
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Imagen: Antonio Briceño