POC

Si tengo algo que contarte, ese algo es un paisaje. No un paisaje como lo entendés vos con tu lenguaje descriptivo, tu tendencia a la categorización y la división consecuente (aves, mamíferos, reptiles, agua, viento…). Este paisaje no tiene partes sino voces y todas conforman un canto al unísono (nunca unívoco) que a su vez moldea la silueta de las montañas y el movimiento del agua. Este paisaje del que te hablo (usando tu lenguaje –interpretantes sin cuerpo) es un paisaje poblado por las llamadas, los cantos y la algarabía de los amaneceres en forma de bandada, de vuelo, de nado, de picoteo. Clarineros a los que los cenzontles responden, jilgueros y ruiseñores, carpinteros que hacen hablar a los árboles con otras voces para poder llamar nuestro nombre: «poc, poc, poc…». El viento y los ecos adquieren diversas formas y texturas –el polimorfismo es una danza–, van tomando fragmentos de las voces de otros y se las llevan a otras partes, junto con sus mensajes, en un juego de transmaterialización. Los roedores y los coyotes respiran el croar de las ranas y el aleteo de nuestros pichones, chapoteando en el agua (splash, splash, splash). Por las noches, en cambio, el viento se puebla del sonar de los murciélagos y el silbido de los tecolotes barbudos (wo-wo-wo-wo-wo…). Nuestro nado a lo largo y ancho del lago, junto con nuestros llamados, se tejen con los de otros patos y con los enérgicos gritos de los gansos. Cada tantos amaneceres, la cadencia de este paisaje polifónico se transforma a partir de las figuras sonoras generadas por visitantes humanos. Del lado de pueblo, los puestos de comida, con sus pintorescas cajas de dulces, se extienden a la orilla del lago mientras que, además de las usuales balsas de pescadores, pequeñas embarcaciones aguardan en los muelles y luego recorren el lago con familias o parejas de enamorados que gustan de contemplarnos a nosotros especialmente. Del otro lado, en los «chalets», niños gritan y se zambullen en el agua, mientras que algunas lanchas con motor crean surcos en el agua aumentando el oleaje y empujándonos en direcciones inesperadas, muchas veces separándonos de nuestros pichones, quienes llaman insistentes hasta ser encontrados y reunidos de nuevo en las orillas, entre la hierba y el tul. Cuando vos ibas al lago de niña –a pintar el paisaje al olor de las mojarras fritas («plishhhh»)– nosotros ya hacía varias décadas que habíamos dejado de existir. En el sentido que los humanos parecen entenderlo, nos habíamos «acabado». Aún así, el eco de nuestra llamada se sigue escuchando, si se sabe prestar atención. Sigue habitando este paisaje.

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