Había una laguna. El tul que la rodeaba se mezclaba con la densa neblina de cada mañana. Los primeros rayos de sol apenas calentaban. Neblineaba neblinosa la mañana: nebulosa comenzaba. La humedad era penetrante, helaba las piedras en la madrugada, aunque nunca llegaba a congelarlas. Montaña abajo, las sensaciones iban cambiando. Bastaba cruzar algunos caseríos al este para sumergirse en un aire más tibio, aunque siempre húmedo y espeso. El verde, como la niebla, era tupido e insistente, se lo tragaba todo, lo hacía parte de sus enredos, incluyendo a las plantaciones de café, cada vez más amplias, y a los peones que las trabajaban.
Especulación, especularidad, espectralidad. Lo que aparece y se mira. Ser espectro es ser muchas energías a la vez, nunca vacío, nunca ilusión. No reflejo sino interferencia. Rebotes, reverberaciones, diferencias, como las notas que una sola cuerda produce en su vibración. Me hago presente, aunque nunca estuve realmente ausente. No necesito brincar de un mundo a otro para cambiar o hacerme material, como algo que antes no existía o había dejado de existir. Mi presencia no tiene que ver con la invocación de espíritus imaginarios ni fantasmas, esa forma torpe del miedo que deja al pasado atrás. Los espectros estamos ya siempre produciendo aquís y ahoras.
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