MARGARITA

Había una laguna. El tul que la rodeaba se mezclaba con la densa neblina de cada mañana. Los primeros rayos de sol apenas calentaban. Neblineaba neblinosa la mañana: nebulosa comenzaba. La humedad era penetrante, helaba las piedras en la madrugada, aunque nunca llegaba a congelarlas. Montaña abajo, las sensaciones iban cambiando. Bastaba cruzar algunos caseríos al este para sumergirse en un aire más tibio, aunque siempre húmedo y espeso. El verde, como la niebla, era tupido e insistente, se lo tragaba todo, lo hacía parte de sus enredos, incluyendo a las plantaciones de café, cada vez más amplias, y a los peones que las trabajaban.

Especulación, especularidad, espectralidad. Lo que aparece y se mira. Ser espectro es ser muchas energías a la vez, nunca vacío, nunca ilusión. No reflejo sino interferencia. Rebotes, reverberaciones, diferencias, como las notas que una sola cuerda produce en su vibración. Me hago presente, aunque nunca estuve realmente ausente. No necesito brincar de un mundo a otro para cambiar o hacerme material, como algo que antes no existía o había dejado de existir. Mi presencia no tiene que ver con la invocación de espíritus imaginarios ni fantasmas, esa forma torpe del miedo que deja al pasado atrás. Los espectros estamos ya siempre produciendo aquís y ahoras.

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RE-HABITAR EL CUERPO PARA IMAGINAR OTRAS FORMAS DE CUIDADO*

El asunto del cuerpo ha sido ampliamente explorado y explotado. El cuerpo maquinizado y objetivado dio paso a su anulación simbólica y desaparición aparente de todo lo que ser cuerpo implica: las experiencias y relaciones, los padecimientos, la vulnerabilidad, su multiplicidad, su cualidad de ser en devenir. Así, cuando nos referimos al cuerpo traemos a nuestra mente una historia de cuerpos vacíos, los cuerpos que protagonizan prácticamente todas las historias que conocemos. La Historia ha transformado nuestros cuerpos; la nuestra –de los sujetos modernos– es una ceguera del cuerpo culturalmente adquirida. La incapacidad de percibir cuerpos allí donde se escriben las historias nos llevó a construir fantasmas, como cuerpos invisibles. No obstante, los fantasmas constituyen una figura interesante pues también son apariciones y su presencia siempre viene acompañada de mensajes, llamados. Al prestar mayor atención notamos también que, en efecto, siempre estamos rodeades de fantasmas –y estos tienen siempre algo que decir–, trazas del pasado que constituyen el hoy. Al mirar nuestra ceguera nos miramos, como cuerpos relacionados más allá de nuestra piel2, más allá del tiempo y del espacio.

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EXPLORACIONES DE UN PÁJARO

Regalo de un regalo, o más bien robo de un regalo —aunque su compañía anterior afirma que fue él el que me robó a mí—, el pájaro que vive conmigo me enseña siempre algo nuevo. Aprendo de su curiosidad, de su capacidad de observación libre de distracciones y de la constancia de sus indagaciones. Mantiene el enfoque en algo a lo largo de varias semanas —es capaz de volver directamente a la búsqueda del día anterior al despertar— en un proceso que lo lleva a familiarizarse con algo hasta alcanzar la profundidad necesaria para pasar a una nueva investigación, anunciada en aquello que logre capturar su mirada atenta. He aprendido que es así como establece relaciones con lo que lo rodea y a partir de las cuales construye un paisaje. Ese espacio en el que se mueve está hecho de relaciones que siempre se amplían.

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MÁS ACÁ DEL ESPEJO

La tarea es aparentemente simple: escribir un texto acerca de mí misma para esta sección titulada “En el espejo”. El primer movimiento consiste en un ejercicio de memoria para recuperar los espejos acumulados a lo largo de mi vida. La ruta que se va dibujando es enredada y difusa (como suelen serlo las memorias) y las revelaciones en su mayoría no placenteras (como suelen ser las relaciones de muchas mujeres desde muy jóvenes con los espejos) o complicadas, aunque por razones que pueden interrumpir la lectura tradicional de la propia imagen en el espejo.

Además de los espejos como materia y experiencia –memorias episódicas–, están los espejos narrativos y los espejos metafóricos, espejos que también descubrí en algún punto de mi vida –memorias semánticas–, y que ahora encuentran el camino desde las áreas especializadas en la memoria a largo plazo hacia a la memoria de trabajo, mientras escribo. Según Pepe Milla, encarnación local del hombre letrado del siglo XIX, “el espejo es el consultor oficial de la mujer desde los catorce los hasta los sesenta… Es el amigo a quien se ocurre diariamente en solicitud de una opinión sobre el asunto más arduo, más grande de cuantos pueden la que no es madre, y a muchas que son hasta abuelas: el medio de agradar… No miente, no adula, no economiza las verdades amargas”[1]. Influido por la mitología griega y su representación romántica, así como el pensamiento humanista, el creador de las estampas de costumbres guatemaltecas, a quien leí justamente a los catorce años persuadida por mi abuelo paterno, vaticinaba lo que aún hoy se nos recalca desde la cultura popular: llegará cierta edad en la que no nos va a quedar sino afrontar el espejo, sobretodo para nosotras, las mujeres, condenadas a una existencia a través de la propia imagen.

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POC

Si tengo algo que contarte, ese algo es un paisaje. No un paisaje como lo entendés vos con tu lenguaje descriptivo, tu tendencia a la categorización y la división consecuente (aves, mamíferos, reptiles, agua, viento…). Este paisaje no tiene partes sino voces y todas conforman un canto al unísono (nunca unívoco) que a su vez moldea la silueta de las montañas y el movimiento del agua. Este paisaje del que te hablo (usando tu lenguaje –interpretantes sin cuerpo) es un paisaje poblado por las llamadas, los cantos y la algarabía de los amaneceres en forma de bandada, de vuelo, de nado, de picoteo. Clarineros a los que los cenzontles responden, jilgueros y ruiseñores, carpinteros que hacen hablar a los árboles con otras voces para poder llamar nuestro nombre: «poc, poc, poc…». El viento y los ecos adquieren diversas formas y texturas –el polimorfismo es una danza–, van tomando fragmentos de las voces de otros y se las llevan a otras partes, junto con sus mensajes, en un juego de transmaterialización. Los roedores y los coyotes respiran el croar de las ranas y el aleteo de nuestros pichones, chapoteando en el agua (splash, splash, splash). Por las noches, en cambio, el viento se puebla del sonar de los murciélagos y el silbido de los tecolotes barbudos (wo-wo-wo-wo-wo…). Nuestro nado a lo largo y ancho del lago, junto con nuestros llamados, se tejen con los de otros patos y con los enérgicos gritos de los gansos. Cada tantos amaneceres, la cadencia de este paisaje polifónico se transforma a partir de las figuras sonoras generadas por visitantes humanos. Del lado de pueblo, los puestos de comida, con sus pintorescas cajas de dulces, se extienden a la orilla del lago mientras que, además de las usuales balsas de pescadores, pequeñas embarcaciones aguardan en los muelles y luego recorren el lago con familias o parejas de enamorados que gustan de contemplarnos a nosotros especialmente. Del otro lado, en los «chalets», niños gritan y se zambullen en el agua, mientras que algunas lanchas con motor crean surcos en el agua aumentando el oleaje y empujándonos en direcciones inesperadas, muchas veces separándonos de nuestros pichones, quienes llaman insistentes hasta ser encontrados y reunidos de nuevo en las orillas, entre la hierba y el tul. Cuando vos ibas al lago de niña –a pintar el paisaje al olor de las mojarras fritas («plishhhh»)– nosotros ya hacía varias décadas que habíamos dejado de existir. En el sentido que los humanos parecen entenderlo, nos habíamos «acabado». Aún así, el eco de nuestra llamada se sigue escuchando, si se sabe prestar atención. Sigue habitando este paisaje.

DIVAGACIONES DESDE EL CONFINAMIENTO: Nomadismo desde el encierro

Son cinco meses los que llevamos ya de encierro. El tiempo ha ido adquiriendo otro sabor, otros olores, otros sonidos. Para quienes este encierro es también un privilegio, este espacio ha traído diversas lecciones. Quizá hemos aprendido a atender los mensajes del silencio, a concebir la creatividad como un acto cotidiano, a averiguar que es posible emprender excursiones, trazar mapas, resignificar lo que nos era familiar.

El aislamiento puede ser también el lugar donde descubrirnos más vinculados e implicados de lo que pensábamos. María Zambrano dice que «escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que solo brota desde un aislamiento efectivo, pero […] comunicable, en que precisamente, por la lejanía de toda cosa concreta, se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas». La posibilidad de la comunicación es ya la interrupción del aislamiento, del confinamiento. De igual manera, la documentación de lo que vemos y experimentamos implica que exista la mirada del otro y su rostro como instrumento expresivo. Ese rostro es un cuerpo en relación con mi cuerpo, que piensa y escribe esto. Esta escritura solitaria es, entonces, el ejercicio colectivo de un registro, el registro de un tiempo particular que nos atraviesa, si bien no todos lo experimentamos igual.

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MERCEDES

Estás escuchando el viento, entre las montañas. Se abre paso a través de la neblina fría, espesa. El movimiento de esa pastosidad blanca hace tronar las ramas más finas de los árboles.

—Dejá de atormentarte por nuestra agonía—.

El cementerio, detrás de la montaña, es silencioso y aún así lográs percibir el respiro multifónico de sus habitantes.

—En medio de lo que vivimos, de la riqueza del ambiente y la quietud de la cotidianidad, aquellos días fueron solo una breve crisis –la naturaleza de las crisis, acordate, es que se resuelven, aún si nuestra solución fue la muerte—.

Las perdices se llaman, como buscándose en el vacío. Tus hijos corren en el jardín. Sus risas rebotan en el frente de la casa y la madera, crujiendo, les responde. Entran corriendo, se quitan los zapatos, los deslizan por el pasadizo que da al sótano, donde caen con un ruido seco.

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DIVAGACIONES DESDE EL CONFINAMIENTO: Paisajes sonoros

La ciudad parece, en gran parte, haberse quedado en silencio. Usualmente no nos gusta el silencio. «Le tememos a la ausencia de sonido como a la ausencia de vida». Sin embargo, el silencio está poblado de sonidos, aun si solo los de nuestros propios cuerpos. «El silencio, incluso el silencio de una piedra, no es inerte. Esta, también, habla. La piedra le está hablando a la piedra, como el día le está hablando al día, como la noche a la noche». Aún así, el silencio de ahora es distinto. La contaminación sonora se ha reducido y somos capaces de escuchar de nuevo, de experimentar ese silencio de otro modo, de olvidar nuestra sordera.

El oído puede ser una guía interesante para nuevas exploraciones, pues nos permite relacionarnos con el mundo de manera distinta, sobre todo ahora que parecíamos haber olvidado que el ojo no es más que un receptor sensorial entre otros. El oído es un sentido que no podemos cerrar, como los ojos. Aun dormidos escuchamos. Lo único que podemos hacer es filtrar los sonidos que consideramos desagradables para enfocarnos en los agradables. Así, mientras que el ojo ve hacia afuera, el oído se torna hacia dentro. Esto significa también que los ruidos son, simplemente, esos sonidos que hemos aprendido a ignorar. Cuando escuchamos, los ruidos se vuelven sonidos, incluso mensajes. Los mensajes están hechos de resonancias, ensamblajes complejos nunca unívocos.

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DIVAGACIONES DESDE EL CONFINAMIENTO: Márgenes

Escribir como quien toma apuntes. Responder al dictado de la cotidianidad. Organizar el pensamiento en el trazo de las palabras, la descripción de las memorias visuales. Tomar apuntes para consolidar, archivar y materializar el tiempo suspendido. Hacer presente lo ausente. Construir un inventario de reverberaciones —notas en los márgenes—.

El sistema inmune es un mecanismo para el autorreconocimiento. Su respuesta está determinada por la capacidad de distinguir el cuerpo de lo que le es ajeno. Pero el yo es una cuestión de perspectiva. A veces el sistema inmune es incapaz de reconocerlo. La enajenación puede ser tan insoportable como creativa. La incertidumbre es la norma, la transformación la normalidad. Un día se es y otro no. Un día se está y otro se tiene la sensación de estar ausente. Pero ¿quién es o quién está ausente? La idea de un homúnculo que se esconde dentro del cuerpo cuando le viene en gana no deja de ser graciosa. La inflamación es capaz de interrumpir el proceso de construir y recuperar memorias. El cuaderno es una prótesis, tomar nota un mandato. «La reconstrucción de la memoria se vuelve un acto de duelo sobre las ruinas de una historia dislocada» [1]. El nomadismo resulta una alternativa inescapable.

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DIVAGACIONES DESDE EL CONFINAMIENTO: Fantasmas

Mis conversaciones más recientes se desarrollan con autores vivos y muertos, con las fotografías de mis abuelas –de ellas y que les pertenecieron–, con los pájaros –el que reside conmigo y los que a diario nos visitan y, en menor medida, con la pantalla. “El otro es la condición del discurso”, dice Butler. 

El ejercicio de identificar las voces de los visitantes se convierte en una forma de diálogo: ellos dicen, yo escucho sin pretender traducirlos. Por las tardes, un saltapared registra la enredadera. Cuando el sol está por caer, una pareja de gorriones revuelve las hojas secas y dispersa minúsculas piedras pómez. Esta semana, un cenzontle se animó a ir más allá del árbol de mango y a murmurar un rato entre los lirios que me heredó mi abuelo, aún sin flor. El canto del Dives dives acompaña todos los amaneceres y las tardes en las que la lluvia amenaza sin presentarse. Otros cantos y llamadas permanecen anónimos, se cuidan cual secreto (el secreto también puede ser una forma de resistencia, susurra Derrida). La pareja de tángara azuleja que hace ya varios días pasó una tarde en el aguacate ya no volvió. La cámara se quedó a la espera al lado de la ventana, a la expectativa de una mejor captura.

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DECLARACIÓN

Hablar o escribir sobre una misma tiene sentido como ejercicio para situarse. Revisar la propia historia, sabiendo que siempre estamos construyendo una narrativa en el proceso, significa llevar a cabo una arqueología del yo, para identificar el nosotros, es decir, nuestro horizonte histórico, las circunstancias que nos atraviesan. En esa exploración no sólo es posible descubrir lo que se es sino también lo que no se es: lo impuesto, lo establecido por la norma, lo que no construye sino niega; reconocer las ataduras para comenzar a desprenderse.

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MAGDALENA

I

«—Mañana estaré sola. Es absurdo. / —No es absurdo, mía. Son las rutas separadas. Se interfieren para huirse luego. Te pierdo en un recodo y te encuentro tras otra vuelta del camino. Como en el juego del tuero. Hoy me marcho; volveré mañana. Eso es lo absurdo para ti. Tienes razón: juzgas como mujer.»*

Magdalena siempre supo que ese no era su lugar. Ninguno. Su casa, su familia, las costumbres del grupo al que pertenecía. Desde niña había desarrollado el hábito de la rebeldía. Desde niña jugaba con niños, montaba bicicleta, nadaba en los ríos y las piscinas sin importar cuán frías estuvieran, trepaba árboles, disfrutaba de largas caminatas. Pero en la primera mitad del siglo XX, en la Guatemala urbana, para una niña ser rebelde no era lo más conveniente. No era bien visto. Esa naturaleza traía consigo también una suerte de condena al sufrimiento, al rechazo, a la soledad. Como si en su nombre hubiera sido determinado su destino, Magdalena fue toda su vida rebelde y llegó a la vejez cargando un peso. Aun sabiendo que no habría cambiado nada, sentía que dejaba una deuda que nadie realmente le estaba cobrando, más que el imaginario que le habían inculcado a fuerza de convenciones sociales.

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BERTA

I

«Mi existencia fue obligada por fuerzas externas, bruscamente y con no poca brutalidad, a una dirección dada, y los límites de mi libertad se redujeron a la vida interior, y la voluntad se tornó solo voluntad de resistir.»*

Una mujer está sentada en una silla mecedora al final de un pasillo. Se encuentra en el segundo nivel de la casa, en la finca. El suelo es de madera. Hay una ventana al lado por la que entra un sol vespertino. La luz es fría. La escena es de un dramatismo cinematográfico: me basta con cerrar los ojos para verla.

Te voy a contar tu historia, Berta, como un ejercicio, una exploración que busca atar fracciones de ti guardadas en mi memoria. Un repaso de las imágenes que sembraste en mí a través de tus narraciones. Aforismos que se volvieron fotogramas, a los que con el tiempo les he ido colocando fecha para tratar de organizarlos, para quizá poder conectarlos con otros, los que me fueron transmitidos en la sangre. Pedazos de tus vivencias se guardan en las mías. Temores que se extienden desde mi interior en línea recta hasta los tuyos.

1939: Tenés cinco años y te estás muriendo. Tu papá te sostiene entre sus brazos mientras un médico escucha tus pulmones apagándose. Sos frágil y diminuta. Ese día nació tu fuerza.

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ANA

«Y morirme contigo si te matas / y matarme contigo si te mueres, / porque el amor, cuando no muere, mata, / porque amores que matan nunca mueren» (Joaquín Sabina).

Te habías enamorado por primera vez a los 15. Parecía coincidir con lo que leías en tus libros, así que lo interpretaste de ese modo. Su entusiasmo había durado poco y, si bien la sensación de abandono no era nueva para ti, con el amor descubriste el dolor también, ese mismo que describían las canciones. El reencuentro, a los 17, despertaba en ti una curiosa emoción. Él te quería. No hizo «otra cosa más que pensarte» en los últimos dos años. Dos años a esa edad parecen una eternidad. Te sentías más tú misma. Estabas preparada para dejarte «querer de nuevo». Él te miraba y lo mirabas de vuelta como si lo conocieras desde siempre. Te arrojaste con inocente seguridad. Renunciaste a tu condición de posibilidad sin saberlo.

Cuando alcanzaste los 17, la relación había sido más bien confusa. Era un caos permanente. El caos tiene la capacidad de generar lo nuevo, pero la permanencia aniquila desde el inicio cualquier intento de liberación. Le fuiste poniendo nombre a cada una de tus experiencias y las organizaste en categorías extravagantes; inventaste tus propios mitos como explicaciones racionales para todo lo que sucedía. Tus recursos eran, lógicamente, limitados —minúsculo horizonte en medio de un horizonte infinito—. Tenías emociones que aún no reconocías y aún así las disponías en tu catálogo, las ilustrabas, las acomodabas a un intento de poesía, metáforas como leyes que regían tu vida. Lo tuyo no era un proceso creativo, sino la re-producción de una fuerza aplastante —plexo de in-significación—.

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NILA, JULIA, PAULINA

Mi abuela materna me enseñó a coser cuando yo tenía alrededor de nueve años. Desde muy pequeña, veía a mi madre cosiendo, para ella misma, para mi hermana y para mí, e incluso para las compañeras de clase cuando había actos que requerían de vestuario especial. Con mi hermana, también estábamos acostumbradas a ver a mi tía abuela, Nila, bordar a mano o a máquina –una máquina antigua de cinta– complicadísimos patrones florales sobre telas de diversas texturas. Generalmente inmersa en su proceso, a la tía Nila no le gustaba ser interrumpida: se molestaba fácilmente y no le interesaba compartir con dos niñas curiosas lo que estaba haciendo.

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MIRNA

Mirna está acostada. La espera es larga. Sabe que no fue su culpa. Aún así, habita en ella una deuda aplastante. Nada nuevo: estaba allí desde el inicio, como evidencia de que su historia fue escrita desde mucho antes de lo que puede imaginar. Una puerta se abre. No sabe si está soñando o si es el efecto de la anestesia, que todavía la tiene aletargada, pero de pronto está parada frente a sí misma y se mira sin reconocerse. Logra identificar palabras, ideas, ecos de una conciencia que no le pertenece. Porque la conciencia nace del intercambio del adentro con el afuera, y ese afuera, desde el que en ese momento se contempla a sí misma, le ha sido desde siempre ajeno. Como nacer en el espacio: tener programados el reconocimiento y la expectativa de la gravedad y no encontrarla, no sentirla nunca. La inconsistencia es insoportable y, aun así, indescifrable. El afuera había moldeado su mente como el sol un trozo de plastilina: a partir de la mera exposición a este, en absurda contradicción. Ahora Mirna lo sabe: las circunstancias amurallaron conexiones, evitaron sinapsis. Circuitos neuronales que se quedaron sueltos, procesos de plasticidad para los que no hubo estímulo. Un puente que intentaba sostenerse de un solo lado. Le basta una imagen para comprenderlo.

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