MARGARITA

Había una laguna. El tul que la rodeaba se mezclaba con la densa neblina de cada mañana. Los primeros rayos de sol apenas calentaban. Neblineaba neblinosa la mañana: nebulosa comenzaba. La humedad era penetrante, helaba las piedras en la madrugada, aunque nunca llegaba a congelarlas. Montaña abajo, las sensaciones iban cambiando. Bastaba cruzar algunos caseríos al este para sumergirse en un aire más tibio, aunque siempre húmedo y espeso. El verde, como la niebla, era tupido e insistente, se lo tragaba todo, lo hacía parte de sus enredos, incluyendo a las plantaciones de café, cada vez más amplias, y a los peones que las trabajaban.

Especulación, especularidad, espectralidad. Lo que aparece y se mira. Ser espectro es ser muchas energías a la vez, nunca vacío, nunca ilusión. No reflejo sino interferencia. Rebotes, reverberaciones, diferencias, como las notas que una sola cuerda produce en su vibración. Me hago presente, aunque nunca estuve realmente ausente. No necesito brincar de un mundo a otro para cambiar o hacerme material, como algo que antes no existía o había dejado de existir. Mi presencia no tiene que ver con la invocación de espíritus imaginarios ni fantasmas, esa forma torpe del miedo que deja al pasado atrás. Los espectros estamos ya siempre produciendo aquís y ahoras.

 Al caer la noche, el croar de las ranas parecía marcar el inicio de un canon que, con el acompañamiento de aves nocturnas, reptiles y pequeños mamíferos se iba ampliando y enriqueciendo, hasta convertirse en un coro recio y desordenado. A este se sumaban las hojas movidas por el viento o el crujir de las ramas quebrándose por la lluvia. La selva se ampliaba, era como un monstruo gigante y bondadoso, en un rito permanente sin testigos. Siempre allí y en ninguna parte: no parte ni partes. No escena, no recurso, no el entorno que rodea otra cosa, no el marco de algunas vidas. Resonancia, ni descripciones ni palabras. Un woooshh expansivo. Onomatopeyas sin abecedario. Hecho, hechura, hechicería… Se trataba de seguir cada hilo de aquél tejido como quien hace hechizos, no para entender la selva sino para acogerla. Con los años el territorio se fue transformando. Llegaron el cacao, el maguey y el cardamomo, luego la muerte con sus gritos y las inundaciones y las sequías. Solo queda este cementerio, detrás de la montaña.

Soy, en tiempo presente, porque el cuerpo que yacía en esa estructura blanqueada con cal se fue con los años entrelazando más y más con incontables organismos y sigue aquí. Estoy siendo, me voy haciendo ya siempre múltiple, abierta. Nutro y soy nutrida en un juego de muerte-vida en un ritmo particular. Intercambio extendido de mensajes, como en una conversación amable de espacios y tiempos. Una improvisación basada en la confianza, en una inclinación siempre abierta a enredarse, a dejar que surja lo que necesite ir surgiendo. Una composición subterránea sin pausa, dinámica guiada por ciertas reglas que requiere de habilidades diversas. Porque los líquenes y el suelo, y la hierba húmeda al ras, han desarrollado sus propias técnicas y saben qué hacer con un cuerpo como el que era cuando llegué a instalarme en este camposanto.

Me gustaba coleccionar lombrices. Las recogía algunas tardes en las que salía sola al jardín. Era fácil encontrarlas, sacarlas con un palo y mirar de cerca sus anillos tornasolados mientras colgaban. Gusanillo gusanoso, cuánto eres bello y asqueroso. Lombricita tan flaquita, regresa por tu lombriguera que tu prole te espera. Otras veces, después de las lecciones, salíamos de casa con mis hermanos, acompañados de los perros. Nos dirigíamos a la casa vecina, que se encontraba sobre una ladera, para reunirnos con nuestros primos y los hijos de los campesinos. Como preferíamos escalar entre la maleza, era normal que más de alguno volviera con las rodillas ensangrentadas o las manos encallecidas. El suelo siempre mojado hacía patinar a cualquiera y aterrizar en alguna raíz o en una piedra. A diferencia de ellos, y como yo era la única niña, debía procurar no ensuciar demasiado mi vestido de manta, aunque mis botines siempre terminaban cubiertos de lodo. Volvíamos a casa con la caída del sol. Nadie quería estar fuera cuando oscurecía pues todo se ponía negro y comenzaban a resonar las voces del verdor que nos rodeaba. Además, sabíamos que la nana nos esperaba con chocolate. Colocaba las jícaras sobre mantelitos blancos en una charola de plata. La forma redondeada y la boca menos amplia del cuerpo de la jícara mantenía el vapor y al introducir la nariz para dar un sorbo el aroma se sentía intensamente, aumentando su sabor. Cacao chocolatoso para calmar a los chirises y su alboroto. Al mismo tiempo, las manos se calentaban. Luego nos preparaban para el sueño.

En el camposanto no hay descanso. El cuerpo no se queda nunca quieto o inmóvil. La rigidez que le sigue a la muerte no es más que el momento necesario para que pueda introducirse una nueva cadencia. El cuerpo cambia de estación y luego otra, dando paso a otros ciclos. No hay truco. La magia no es más que el dejarse maravillar por el momento, el ahora que estamos siendo y en el que nos estamos siempre convirtiendo, infectando mutuamente. Efecto de hacer cortes. Enredar y deshilar. Como se deshilacha la gasa con la que se cubren las heridas. Rehabilitar, reconectar. La muerte se hace siempre vida. Generación, destrucción, regeneración. Las bacterias que me habitaban se multiplicaron y ampliaron su territorio cambiando y acomodándose en un proceso en el que las que tenían hábitos de persona fueron, poco a poco, desapareciendo. Enredos de seres diminutos que fueron entrando en contacto con otros, en ambientes distintos, propagando el yo en direcciones impensables.

Cuando me sumergía en las pozas color jade del río Cahabón, luego de pasar un rato sentada a la orilla acostumbrando mis pies al agua fría, era capaz de percibir cómo aumentaban los pulmones, sentía cómo el corazón reducía su ritmo, los músculos se endurecían, los poros se abrían y la piel cambiaba de temperatura. Parecía que el cuerpo entero aumentaba su talla. Como si el agua y la carne se hicieran una. Flotaba y al mismo tiempo volaba, dejaba de ser para solo percibir. Los pensamientos se diluían en las sensaciones, como los cubos de azúcar en el té del abuelo, cambiaban de sentido. Bajo tierra es distinto, claro está, pero la expansión del cuerpo y el encuentro con lo que lo recibe se experimenta de manera similar, aunque cuando pasa no hay manera de revertirlo. El frío es absorbido hasta los huesos, la humedad de la tierra inunda la carne y los ojos, se mete debajo de las uñas. Y son los pies los primeros en sentir, además de las texturas, los movimientos de ese mundo subterráneo que antes permanecía invisible, incluso cuando lo escarbaba con el palo. Como avanzar a tientas.

Abajo tampoco hay un adelante ni un atrás, todo se mueve en infinitas direcciones, los efectos se acumulan y el cuerpo se extiende más y más, hasta disolverse, lo que no quiere decir que desaparece. Y todo, absolutamente todo, puede sentirse: el agua y la tierra al encontrarse con el barro, los cambios de temperatura, el chipi-chipi, las lloviznas y los aguaceros, las gotas deslizándose en la superficie de las rocas, el musgo absorbiéndolas, los hongos y sus esporas, cada raíz en cada instante de cada brote y lo que dicen, cada rama que se dilata y cada pájaro que se posa en ellas; cada insecto, cada roedor y cada uno de sus pelos rozando la hierba, la baba del caracol tocándose con la tierra, los anillos de las lombrices expandiéndose, los pasos a la distancia, los caminos que llevan y traen gente por todas las razones, y sus razones y sus deseos, todo a coro en un inmenso enredo. Nudos en forma de hospedaje, espacio para el encuentro, insistencias que siempre provocan algo.

Al invadirme la gripe pensaron que no era más que un resfrío, resultado de mis juegos bajo la lluvia y alrededor de la laguna, por no quitarme las botas a tiempo y quedarme con los pies mojados. Así lo reclamaba mi madre, aunque parecía culparse más a ella misma. Pero esta vez los remedios de la abuela no tuvieron efecto. Me enterraron con el pik’bil de las ocasiones especiales y mis dos trenzas entrelazadas con listón. En la tristeza del abuelo, mis padres y hermanos no cabía entonces la posibilidad de reencontrarnos. Pasó poco tiempo para que nuestros cuerpos, acomodados en fila en el cementerio, se tejieran de maneras inesperadas, para que todo lo que sabíamos acerca del parentesco se transformara. Nos encontramos en un abrazo amplio y expansivo que siempre nos está haciendo presentes: espectros.

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