Existe un pik’bil capaz de transportarme a un lugar desconocido / como si lo conociera. / Entrar en un espacio sagrado, / en una conversación reservada para mí en un lugar inexistente, / un lugar donde se vuelve a unir un lazo que la negación de la tradición, / en este caso, había roto. / Me coloqué en esa grieta / —con el pik’bil rasgado del frente—, / en la transparencia de su gasa, / y pensé en mi bisabuela y en mi abuela materna / y en sus historias, sus dolores, sus resistencias, sus muertes, / y pensé en mi dolor, mi resistencia, mi muerte…
Cuando se pierde un idioma, se pierde un mundo. Cuando se rompe el lazo que nos conecta, por medio del lenguaje, con nuestros ancestros, se rasga también parte de nuestra memoria. Es entonces necesario acudir a la escritura: una que no reproduce lo pensado o dicho, sino que ha quedado grabada en el espacio, en experiencias de sobrevivencia y resistencia, en los márgenes. Las memorias de mis bisabuelas q’eqchi’ están escritas en bordados, en historias contadas por las abuelas, en olores e incluso en los secretos guardados como resultado de la anulación propia de una sociedad que sigue aspirando al criollismo. El único huipil que queda de mi bisabuela Mercedes está hecho con seda, muy parecido al que tiene puesto en la única fotografía que existe de ella. Ese pik’bil de seda constituye en sí mismo un diálogo: el intercambio de las culturas que llevaba en la sangre y la evidencia de una historia llena de contradicciones. Es también un punto de encuentro, pues posee el poder de superar los límites del tiempo entendido como cronotopo.
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