RE-HABITAR EL CUERPO PARA IMAGINAR OTRAS FORMAS DE CUIDADO*

El asunto del cuerpo ha sido ampliamente explorado y explotado. El cuerpo maquinizado y objetivado dio paso a su anulación simbólica y desaparición aparente de todo lo que ser cuerpo implica: las experiencias y relaciones, los padecimientos, la vulnerabilidad, su multiplicidad, su cualidad de ser en devenir. Así, cuando nos referimos al cuerpo traemos a nuestra mente una historia de cuerpos vacíos, los cuerpos que protagonizan prácticamente todas las historias que conocemos. La Historia ha transformado nuestros cuerpos; la nuestra –de los sujetos modernos– es una ceguera del cuerpo culturalmente adquirida. La incapacidad de percibir cuerpos allí donde se escriben las historias nos llevó a construir fantasmas, como cuerpos invisibles. No obstante, los fantasmas constituyen una figura interesante pues también son apariciones y su presencia siempre viene acompañada de mensajes, llamados. Al prestar mayor atención notamos también que, en efecto, siempre estamos rodeades de fantasmas –y estos tienen siempre algo que decir–, trazas del pasado que constituyen el hoy. Al mirar nuestra ceguera nos miramos, como cuerpos relacionados más allá de nuestra piel2, más allá del tiempo y del espacio.

Me asumo, así, como cuerpo, siguiendo la línea de diverses autores que superaron o resistieron la ceguera de los cuerpos en el campo oficial del pensamiento, así como a tantes otres, en los márgenes. El cuerpo que soy es una pluralidad en constante devenir3 que se extiende más allá de lo imaginable –difractario más que reflexivo–, aunque soy capaz de acceder a imágenes de sucesos que nunca experimenté archivadas en mi memoria. De modo que esta historia –entre tantas historias de cuerpos que se escriben en el contexto de la pandemia de COVID-19– encuentra su punto de partida –su emergencia– en 1935, año en que fue tomado el único retrato que poseo de mi bisabuela Mercedes Champney Pou. Este momento no es el origen sino la procedencia, ese “conjunto de pliegues, de fisuras, de capas heterogéneas que… hacen inestable [la herencia]”4.

Mercedes se encuentra de pie, levemente girada, frente a la baranda de madera de uno de los balcones de la casa de su padre. No mira hacia la cámara ni hacia el paisaje que habrá tenido enfrente. Sus ojos se dirigen más bien hacia dentro de ella misma. Su mano derecha está recostada sobre su pecho, tocando un chachal, cuya textura se mezcla con la del bordado del pik’bil de seda que tiene puesto. Ese pik’bil es ya el registro de otra procedencia. Mercedes no mira el paisaje ante el balcón, pero sin duda lo escucha. Escucha el viento que se hace paso entre las montañas tupidas y la espesa neblina de Alta Verapaz. El movimiento de esa pastosidad blanca hace tronar las ramas más finas de los árboles. El cementerio, detrás de la montaña, es silencioso, pero Mercedes logra percibir el respiro polifónico de sus habitantes. Las palomas perdices se llaman, como buscándose, y hacen hablar a las hojas secas entre las que se mueven rápidamente. Sus hijos seguramente corren en el jardín. Sus risas rebotan en el frente de la casa y la madera, crujiendo, les responde. Entran corriendo, se quitan los zapatos, los deslizan por el pasadizo que da al sótano, donde caen con un ruido seco. La nana vierte limonada en las jícaras y los niños la beben a borbotones, suspiran, se agitan. Corren de nuevo, ahora dentro de la casa, somatando los talones. El padre de Mercedes tose en la habitación de al lado, cierra la pianola. Las cuerdas y la madera, al unísono, provocan un estruendo seco. Se aproxima, el peso de su cuerpo fornido hace vibrar el suelo. Se abre la puerta, los niños se esconden. Ahogan sus risas con sus manos diminutas. Mi abuela, la más pequeñita, no sabe todavía que en pocos meses su madre, varios de sus hermanos, su abuelo y otros familiares van a morir por la peste de Fiebre tifoidea que está por llegar a Senahú.

La enfermedad y los cuerpos

La muerte de su familia marca desde entonces la vida de mi abuela y, por extensión, la de su descendencia5. La enfermedad es parte de nuestra historia y de muchas historias. En nuestros genes se guardan las experiencias de la muerte y de la sobrevivencia. Detrás de nuestra crianza y de la configuración de nuestros patrones neuronales yacen fragmentos de la peste, del dolor, la ausencia, el llanto, múltiples muertes sin funeral, duelos pendientes y dolores que se quedaron abiertos. Se me ocurre que esta sea la raíz de la autoinmunidad que varios miembros de la familia padecemos.

Tener una enfermedad autoinmune implica ser consciente todo el tiempo del cuerpo, lo que muchas veces la puede llevar a una a querer escaparse de este, a convertirse en el fantasma que el mito de la modernidad y su característico dualismo inventaron. Por otro lado, la sensación de un yo que fracasa en defenderse a sí mismo, al contrario, que se ataca, puede generar toda una serie de imágenes que van de lo hilarante en el sentido hollywoodense a lo frustrante, por limitadas en su capacidad de hacer sentido de ello. De acuerdo con las lógicas de la inmunología, el sistema inmune es un mecanismo para el auto- reconocimiento. Su respuesta está determinada por la capacidad de distinguir el cuerpo de lo que le es ajeno. La biología nos enseñó a pensar un individuo cuya máxima expresión es la de un sistema inmune eficiente, cual ejército de primer mundo. Como lo subraya Peter Sloterdijk, la vida parece ser el maravilloso drama de la delimitación exitosa de ambientes invasivos de parte del organismo6. Lo que determina al yo es su capacidad de privilegiarse, de imponerse, de establecer su lugar, sus convicciones y sus límites en relación de lo otro. El mismo lenguaje y actitudes aplican hoy para la mayoría de las relaciones con otros y con otras formas de pensar, las cuales basta cancelar para defender el propio orgullo y mantener al yo intacto, libre de invasores.

En la enfermedad autoinmune, siguiendo esta razón, el sistema inmune es incapaz de reconocer al cuerpo, de discriminar y atacar al invasor. En cambio, ataca al propio cuerpo, mina su propio territorio. Cuando por primera vez se la identifica, en 1901, Morgenroth y Ehrlich la nombraron horror autotoxicus7. Su amenaza consiste, más que todo, en el cuestionamiento directo de las nociones de individualidad y la tendencia natural de ese individuo a la territorialización y la defensa que la medicina, el militarismo y el capitalismo construyeron y refuerzan hoy en día. La enajenación puede ser tan insoportable como creativa. La incertidumbre es la norma, la transformación la normalidad. Un día se es y otro no. Un día se está y otro se tiene la sensación de estar ausente. Pero ¿quién es o quién está ausente? La idea de un homúnculo que se esconde dentro del cuerpo cuando le viene en gana no deja de ser graciosa. La inflamación es capaz de interrumpir el proceso de construir y recuperar memorias. El cuaderno es una prótesis, tomar nota un mandato. “La reconstrucción de la memoria se vuelve un acto de duelo sobre las ruinas de una historia dislocada”8.

El planeta Tierra, como ser y como cuerpo relacional, que nos implica y determina a todos los seres vivos, tiene, también sus propios mecanismos inmunológicos. Es posible pensar en la pandemia –y el aumento de las zoonosis en general–, los incendios y el derretimiento de los polos como una respuesta autoinmune, activada por el desgaste de los recursos y el calentamiento global, y, más específicamente, por las intrincadas relaciones entre capitalismo, colonialismo y patriarcado. “La intromisión de Gaia”9 como lo llama Isabel Stengers, no es, sin embargo, un ataque motivado por la venganza o una mera falla en el sistema. Necesitamos superar las narrativas de la guerra para aprender a relacionarnos de otro modo entre nosotros, como cuerpos (incluyendo al planeta).

Durante el confinamiento de los últimos meses, la escritura adquiere diversos matices. Paso de la construcción de ideas y diálogos interesantes en textos e imágenes a la revisión continua de memorias y no memorias, y de allí a la exploración de cuadernos de adolescencia y de juventud, ahora hechos fantasmas. Este aparente ensimismamiento lleva de manera inevitable a la contemplación del cuerpo, ya no desde el mandato hegemónico y la ficción liberal de la voluntad individual, sino desde la conciencia de ser cuerpo. “Incluso si me absorbo en la vivencia de mi cuerpo y en la soledad de las sensaciones, no consigo suprimir toda referencia de mi vida a un mundo”10, agrega Maurice de Merleau-Ponty. Ir superando o dislocando las formas tradicionales de pensar y de pensarse requiere del ejercicio cotidiano de transformar gestos. Nuestro inacabamiento radica en gran parte en esos movimientos.

El yo es siempre un fantasma. Quien habla de sí misme –aún si efectivamente defendido– construye una idea, inventa una historia, acuña una narrativa y un paisaje donde ambientarla. La memoria es el intento de traducir una secuencia de imágenes borrosas, y su interpretación conlleva una fabulación guiada por la necesidad de sentido —lo que hemos sentido cuando se nombra—. Estas imágenes no son solo del sujeto en cuestión ni se han generado por sí solas. Tampoco se activan sino en relación con el mundo y con otres. Nos constituyen múltiples ensamblajes11. Somos todo, menos un individuo.

Por otro lado, “la enfermedad es un lenguaje”12. Como escribe Marilyn Strathern, “importa qué ideas utilizamos para pensar otras ideas”13. A partir de la modernidad la medicina se apropia del lenguaje de la enfermedad. Nombrarla fuera de sus tecnicismos nos es realmente difícil. No me refiero a la medicina como ciencia y a los tratamientos demostrados efectivos y necesarios, sino al alejamiento del propio cuerpo que ello implica. En lo que al padecimiento se refiere, al cuerpo se lo rechaza, se lo niega, se lo esconde en la clínica. La enfermedad se circunscribe a los detalles íntimos, inadecuados de compartir. Pertenece a ese mundo oculto de la materialidad del cuerpo: la raíz misma del secreto y la vergüenza. Los padecimientos, al igual que los fluidos corporales, el hambre y la diferencia entendida como incapacidad, no son parte de la vida normal en sociedad. Los enfermos son molestos, interrumpen el ritmo natural en que suceden los intercambios como transacciones, son indeseables para la productividad y prohibidos en todas las instancias en las que se premie el hacer. La enfermedad ralentiza los procesos, interrumpe los planes. A nivel individual, el cuerpo nos traiciona. Cuando la vida es entendida como plusvalía, deja de ser vida. Hoy la enfermedad nos acecha —aunque siempre ha estado aquí— y no sabemos cómo nombrarla, cómo mirarla a los ojos y abrazarla junto con nuestra materialidad, entendiendo la importancia de recuperarla más allá de las cifras y las abstracciones.

Estamos acostumbrades a escuchar hablar del virus SARS-CoV-2 en forma de gráficas, curvas, cifras y dosis; explicaciones abstractas en el lenguaje de los códigos de la inmunología. Donna Haraway resalta que “en los sistemas técnico-míticos de la medicina molecular, las reglas codificadas encarnan la estructura y la función, nunca al revés. La génesis es un asunto serio, cuando el cuerpo es teorizado como un texto codificado cuyos secretos se revelan solo mediante las convenciones de lectura apropiadas y cuando el laboratorio parece caracterizarse como un basto ensamblaje de aparatos de inscripción orgánica y tecnológica”14. También oímos hablar hasta el cansancio acerca del virus en relación con la defensa de territorios, remarcación de fronteras y despliegue de mecanismos de defensa, y nos sentimos muchas veces incapaces de separar las nociones de salud y de poder. Judith Butler plantea que el cuerpo supone mortalidad, vulnerabilidad y praxis, y que son precisamente la piel y la carne las que “nos exponen a la mirada de los otros, pero también al contacto y a la violencia, y también son cuerpos los que nos ponen en peligro de convertirnos en agentes e instrumento de todo esto”15. Las escenas del poder y la guerra se difuminan con las imágenes del virus, esa inversión en la que el colonizado se convierte en el invasor, como señala Haraway16. Las banderas blancas se acumulan en las calles de esta ciudad conforme pasan los días como señal de un nuevo abandono. El rostro del hambre se esconde detrás de la protección de las mascarillas creando una extraña aporía. ¿Dónde quedan los rostros cuando el dolor no se vocaliza?

Es preciso también preguntarse ¿quiénes somos estos nosotros a los que nos referimos cuando hablamos de los imaginarios, las amenazas y los padecimientos? No todes padecemos ni experimentamos la enfermedad o la pandemia actual de la misma manera, no existe un nosotros edificable al que las circunstancias actuales les impongan determinadas urgencias. Tampoco, históricamente, concebimos o experimentamos igual la enfermedad y la materialidad del cuerpo.

Cuando la norma es el sufrimiento, ignorar el cuerpo es imposible. Al contrario, es esa corporeidad la que determina el entendimiento de todo lo demás. En nuestro contexto particular pareciera que la mayoría nos hemos estado preparando para esta cuarentena. Acostumbrades a la incertidumbre, a la precariedad, al aislamiento. La soledad hecha rutina, la angustia como rasgo de la madrugada, la incapacidad de relacionarse como resultado del miedo, la negligencia, la violencia —la borradura—. Hemos experimentado la ausencia en todos sus matices: exclusión, descalificación, negación, asesinato simbólico… En ese sentido ya estábamos, desde antes, apestados. Y desde hace mucho que los mundos que conforman nuestro espacio se ven amenazados, mientras se han terminado. De igual manera, los efectos de la crisis climática han comenzado desde hace tiempo a afectar a las poblaciones en situaciones de mayor precariedad, las víctimas de “las políticas ambientales racializadas”17 y los “daños [que] han sido sabidamente exportados a comunidades [racializadas] bajo la rúbrica de la civilización, el progreso, la modernización y el capitalismo”18.

La cuestión parece ser entonces, ¿cómo establecer diálogos que inviertan nuestra comprensión actual del cuerpo y de los cuerpos que nos constituyen? Acaso invertir las maneras como nos relacionamos, marcadas por las lógicas del mercado. Dar, más que exigir, entregarse, más que esperar algo de vuelta. Como escribe María Zambrano, es una práctica que requiere, incluso, ir más allá de la justicia; “la realidad es demasiado inagotable para que esté sometida a la justicia, justicia que no es sino violencia… La palabra de la poesía es irracional, porque deshace esa violencia… Quiere fijar lo inexpresable, porque quiere dar forma a lo que no la ha alcanzado: al fantasma, a la sombra, al ensueño, al delirio mismo”19. El fantasma se encuentra así con otros fantasmas, que, como huellas, traen de vuelta la posibilidad de perseguir otras rutas y posibilidades.

Las rutas nos permiten también pensarnos desde el nomadismo, pues nuestras capacidades relacionales son múltiples y llenas de pliegues, incrustadas en lo humano y lo no humano, y ello implica una gran apertura, sobre todo hoy, que nos vemos en la necesidad de renegociar nuestra posición en el mundo. Como dice Stengers, no esperemos respuestas concretas de qué otro mundo es posible, qué otros mundos seremos capaces de construir… No cabe en nosotros esa respuesta. “Cabe a un proceso de creación cuya enorme dificultad sería insensato y peligroso subestimar, pero que sería un suicidio considerar imposible”20. La pérdida de la esperanza no es un proyecto. La afirmación de la vida sí, y ello requiere de creatividad.

Este tiempo y tiempos otros

Las mentiras abundan, inundan las redes y las conversaciones a distancia que moldean la experiencia de la pandemia para quienes tenemos el privilegio del confinamiento. La negación es parte de nuestra cultura como irresponsabilidad, pero también como autoengaño, como la falsa esperanza de que aquí a nosotros no nos sucederá nada. Como si nuestra sentencia no estuviera escrita en nuestro certificado de nacimiento. Desde hace unos meses me pregunto: ¿negaremos también el duelo cuando nos toque compartirlo? ¿Haremos de cuenta que los cuerpos no son cuerpos cuando comiencen a acumularse? Y de la mano de Butler me planteo si acaso serán “vidas para las que no cabe ningún duelo porque ya estaban perdidas para siempre o porque más bien nunca fueron”21. Hoy muchas personas han vuelto a conquistar las calles y los restaurantes, mientras otras muchas siguen sin trabajo y sin garantías de salud. La muerte se sigue llevando en silencio —o en la abstracción de las cifras manipuladas que transmiten los medios— a tantas otras. Mientras los cuerpos se acumulan, y la lista de funerales pendientes expandiendo de manera exponencial, el gobierno se refiere a la pandemia en tiempo pasado. Svetlana Aleksiévich se preguntó en su momento “¿de qué dar testimonio, del pasado o del futuro?”22.

Es cada vez más obvio que lo más fácil es hacer como si nada, seguir con la rutina, aferrarse al mito de la productividad. La corta memoria histórica y el silenciamiento de los testimonios de las generaciones anteriores nos han hecho creer la fábula de la estabilidad y el desarrollo. Los sistemas de control se siguen reforzando. Estamos aún en medio de la crisis y nos aferramos al futuro en que veremos hacia atrás como si todo hubiera sido solo un mal sueño. ¿Cómo pensaremos al respecto?, ¿estaremos viendo alguna transformación, cualquiera, por mínima que sea, desde la cual podamos hablar de un después? Las posibilidades parecen ser demasiadas mientras la posibilidad de que las veamos demasiado escasas. ¿Distinguiremos entre el pasado y el futuro cuando nos encontremos allá?

¿Es posible concebir el tiempo y el espacio de otras maneras, como alternativa para superar el reclamo del pasado y sus trampas, para dejar atrás el futuro, como lo conocemos? La noción lineal del tiempo no permite las interrupciones, no le da cabida a la inestabilidad. Habría que buscar maneras para dejar de ser, no volver a ser una línea unívoca, universal. Concebirnos sin la totalización de una lógica con pretensiones de ordenarlo todo. Esa misma línea es la que ha guiado las narrativas del héroe capaz de brindar respuestas y traer soluciones o, en último caso, brindar consuelo ante un final inminente y definitivo –hilo interminable de historias de blanquitud masculina–. La desfamiliarización tendría que ser, en cambio, la guía. El cempasúchil, o flor de muerto, floreció temprano este año y se convierte hoy en una especie de augurio. Aún así cabe recordar que “la vida es una ventana de vulnerabilidad, y parece un error cerrarla”23. El cempasúchil también tiene propiedades medicinales y florea en la época de la cosecha del maíz, cuando este muere y anuncia el nuevo ciclo de la vida.

Es a partir de la vulnerabilidad, y no de su negación, de donde podemos reimaginar la posibilidad de una comunidad, como escribe Butler. La pérdida, y el duelo compartido, puede convertirse, en ese sentido, en la base para el nosotros más allá de la noción del prójimo, que no es más que la mismidad. “Tal vez un duelo se elabora cuando se acepta que vamos a cambiar a causa de la pérdida sufrida, probablemente para siempre”24. Es en el miedo donde hoy nos encontramos, donde realmente debemos encontrarnos. “Conocemos la pena de cada uno, así que nos conocemos”25, escribe Francisco Goldman. Dejar de ignorar que las emociones, relaciones y nociones del cuerpo, la enfermedad y la muerte han sido trastocadas. La tradición occidental entiende la naturaleza en contraposición a los seres humanos. La primera, como pasiva y mecánica. Los segundos, como con intencionalidad y agencia. El conocimiento que se desarrolla desde las ciencias naturales es, así, la licencia para el dominio de la naturaleza, todo regido por la misma concepción lineal y progresiva del tiempo. El papel activo del mundo natural y de todas las demás especies con las que cohabitamos se fue quedando fuera de las instituciones modernas y del saber general si bien otras nociones han sido resguardadas por otras formas del saber en dimensiones no científicas. Ahora esa división se ha dislocado. Asistimos a un evento, acontecimiento fuera de tiempo26; su repetitividad característica va dibujando una traza.

Naturaleza y vulnerabilidad

Conforme pasan los meses el jardín de mi casa convierte en un ambiente salvaje en el que las arañas de huerto han ido tejiendo puentes entre el árbol de aguacate y de mango y entre los árboles y la pared. Algunas de las hojas del croto que crece debajo de los árboles se han ido quedando atrapadas entre corazas tejidas de incontables hilos finísimos dando la impresión de abrazarse a sí mismas, como capullos. Durante las primeras semanas de la cuarentena aparece evidencia del paso de una o dos ratas y una tarde, observo a una de ellas bajar lentamente por la enredadera, sosteniéndose por unas ramas en total letargo. Se tambalea y se mueve lentamente. La miro mientras se acurruca en una de las esquinas del jardín, debajo de la mano de león, y con sus patas frontales frota su trompa. Me parece que come algo. Permanece allí, en esa posición, por largo rato. Cae la tarde.

A la mañana siguiente me asomo de nuevo a la ventana y noto que yace allí mismo, muerta. Me doy cuenta entonces que llegó moribunda, probablemente intoxicada y que su muerte fue dolorosa y larga, más aún en términos temporales de roedor, imagino. No tengo la valentía necesaria para recoger el cuerpo y botarla. La idea de sentir con una pala y luego una bolsa el peso de su cuerpo me provoca tanto desagrado como tristeza. También paso un buen rato imaginando el recorrido del cuerpo entre la bolsa plástica si la tiro a la basura, como me han aconsejado. ¿Cuál será el proceso de descomposición entre una bolsa sellada acumulando humedad y calor en pleno verano?, ¿cuál será la sensación del empleado de la empresa de extracción de basura al suspender la bolsa –probablemente entre otras bolsas– a la hora de llevársela? ¿Cuán terrible o arriesgada podría ser la impresión de una persona, peor aún, de un niño, que se gana la vida en el basurero municipal buscando deshechos reciclables o sobras de comida en un estado que cumpla con los criterios de su hambre, si abre esa bolsa? Resuelvo cavar un agujero al lado de donde yace el cuerpo y empujarla con un palo hacia dentro. Luego lo cubro con tierra y volteo dos macetas adicionales de tierra creando un volcancito. Encima reúno las hojas secas antes dispersas y decido olvidarme del tema. Seis meses después, ya en época de lluvia, sentada frente a la ventana, miro hacia esa esquina del jardín y me pregunto por el cuerpo –o el esqueleto– de aquel desdichado roedor. ¿Me habrá mirado mirándola morir, protegida detrás del vidrio? La aparente seguridad de estar detrás de la ventana. “El punto de vista del otro absoluto”, apunta Derrida27

La lluvia hace crecer los árboles y arbustos rápidamente. La grama compite con el monte y cientos de hojas finas germinan cada día sobre las piedras pómez y la tierra. La sensación de encontrarme de pronto fija y como mera espectadora de lo que sucede afuera me lleva a notar cada cambio. Me digo, una vez más, como lo he hecho por al menos cuatro meses, que un día de estos saldré a arrancar el monte y juntar las hojas secas que se siguen acumulando, quizás reorganizar las macetas y quitar las telarañas. Un poco de sol no me vendría mal tampoco. Me invaden entonces las preguntas ¿qué tanto me pertenece un espacio que tiene su propia vida y sus propias muertes? ¿hasta qué punto me corresponde a mí establecer un orden –y de hacerlo, cuál– que determine las relaciones de los cenzontles y los gorriones (coronaditos) que, por turnos, escarban entre las hojas secas en búsqueda de gusanos? ¿qué función van a jugar las arañas cuando les quite sus telas? ¿y si el movimiento del rastrillo ahuyenta para siempre a la ardilla que eventualmente pasa recogiendo uno o dos aguacates? Ese afuera, pienso, no me pertenece. Esta actualidad por ratos abrumadora requiere que observemos y escuchemos más atentamente porque “¿quién es el primero, quién está más solida y más eternamente ligado a la tierra, nosotros o ellos? Lo que tendríamos que hacer es aprender de ellos cómo sobrevivir, y cómo vivir”28.

Estamos enfermos como especie. Necesitamos decirlo y experimentarlo con la misma conciencia con que experimentamos el amor y la alegría, sin paralizarnos; plantearnos regresar a habitar nuestro cuerpo y con ello recuperar la conciencia de los otros cuerpos sin pretender representarlos o hablar por ellos; superar la paradoja de acompañarnos estando aislados. El paisaje sonoro de la pandemia –caracterizado principalmente por nuevas formas del silencio– es también el mapa de una extinción, el registro de las huellas de un mundo más que se termina entre tantos otros mundos que ya antes se han acabado. Nosotros, como cuerpos, también somos repositorios de los efectos de la contaminación y el desgaste de los recursos como lo son los ríos y los océanos, como los animales y demás ecosistemas. Vinciane Despret29 escribe:

El mundo muere con cada ausencia; el mundo emana ausencias. Pues… el universo entero se piensa y siente a sí mismo, y cada ser importa en el tejido de sus sensaciones. Cada sensación de cada ser en el mundo es un modo a través del cual el mundo vive y se siente a sí mismo, y a través del cual existe. Y cada sensación de cada ser del mundo causa que todos los seres del mundo se sientan y piensen a sí mismos de manera distinta. Cuando un ser ya no está, ya no es, el mundo se encoge de repente y una parte de la realidad colapsa. Cada vez que una existencia desaparece, es un trozo del universo de sensaciones el que se borra.

Cabe recordar, no obstante, que otros ya antes de nosotros han estado atendiendo a esos mensajes. Comunidades enteras que han sabido que “el abismo no es el fondo, el fundamento originario […] ni la profundidad sin fondo […] de algún fondo secreto. [Que] el abismo, si lo hay, es que haya más de un suelo”30. Estas comunidades han sabido escuchar y sentir su mundo y responder a sus llamados. Las mismas comunidades que hoy ven despojadas sus tierras e ignoradas, una vez más, sus enseñanzas. A través de ellas, a quienes históricamente se les ha privado del derecho a ser humanos, la naturaleza reclama hoy su abandono; también lo hace por ella misma. Nos encontramos en un umbral que se disuelve31, desde el cual quizá sea posible plantear otras rutas. Evidentemente, no hay una respuesta universal, pues la experiencia no es universal, como tampoco la percepción. Se trata de resolver con las diferencias, desde un nosotros que contemple diversas localizaciones y localidades. Estas rutas, constituidas por múltiples senderos, son necesarias para evitar el estancamiento, si bien tampoco son soluciones simples.

Encuentros y ensamblajes

En su poema Infinitivo, Úrsula K. Le Guin dice: «Hacemos demasiada historia. / Con o sin nosotros/ el silencio permanecerá/ y las piedras y el lejano resplandor. / Pero lo que necesitamos para ser/ es, oh, la pequeña plática de las golondrinas/ en la noche de siempre/ el agua sin brillo bajo los sauces. / Para ser nos falta conocer el río/ tiene al salmón y al océano / tiene a las ballenas tan ligeras / como el cuerpo tiene al alma / en el tiempo presente, en el tiempo presente»32.

El aislamiento puede ser también el lugar donde descubrirnos más vinculades e implicades de lo que pensábamos. María Zambrano agrega que “escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que solo brota desde un aislamiento efectivo, pero […] comunicable, en que precisamente, por la lejanía de toda cosa concreta, se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas”33. La posibilidad de la comunicación es ya la interrupción del aislamiento, del confinamiento. De igual manera, la documentación de lo que vemos y experimentamos implica que exista la mirada del otre y su rostro como instrumento expresivo. Ese rostro es un cuerpo en relación con mi cuerpo, que piensa y escribe esto. Esta escritura solitaria es, entonces, el ejercicio colectivo de un registro, el registro de un tiempo particular que nos atraviesa de maneras distintas.

Las clases en línea me obligan a dejar entrar a muchos desconocidos a la intimidad de la salita donde pinto y escribo —al lado del router para tener mejor señal—. “La intimidad entre desconocidos”, anota Lynn Margulis34. La invasión genera emociones contradictorias. Son momentos para hablar —y oírse a una misma hablar— y son intercambios, aun en su artificialidad, que se valoran. Son, sobre todo, rostros. Rostros que demandan respuestas, atención, guías, espacios para salir de su propio encierro. “El rostro es aquello para lo que no hay palabras que puedan funcionar”, recuerda Butler35, y Levinas agrega: “El plus que lo social tiene sobre toda soledad”36. La pantalla constituye hoy la única manera de vernos el rostro —como instante mágico— y aun así no nos vemos.

Como seres mediados, también producto de este capitalismo avanzado, estos encuentros no dejan de implicar para muches de nosotres un gran esfuerzo, así como la capacidad de ir a la búsqueda de otres. Transgredir las normas establecidas por nuestros dispositivos –aún si lo hacemos dentro de estos– significa también abrir espacios para el desarrollo de historias que escapen de los principios civilizatorios y sus dicotomías, espacios para el resurgimiento de la vida y la expresión de otras subjetividades fuera de las relaciones establecidas. Plantearnos otras formas del cuidado, cultivar un arte del cuidado, el cual implicaría una nueva sensibilidad capaz de atender “la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el tiempo… La cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras”37.

Stengers escribe que “nombrar no es decir lo que es verdad, sino conferirle a lo que se nombra el poder de hacernos sentir y pensar en el modo que el nombre así lo requiera”38. Nombrar es atender. Escuchar las particularidades del sonido sin categorizarlo nos permite identificar llamados, algo que requiere de alguna respuesta. La escucha atenta desvela otras dimensiones. Quizá seamos capaces ahora de escuchar los cantos de pérdida y abandono de tantos pueblos originarios, danzas que persiguen el amanecer, voces que tejen mapas de nombres y metáforas, de perseguir onomatopeyas como rutas. Steven Feld39 cuenta que los integrantes del pueblo kaluli poseían una habilidad única para la escucha, reconocían los cantos y llamadas de cada ave del monte Bosavi, en Papúa Nueva Guinea, al punto de que eran capaces de escuchar la voz de los muertos “en forma de aves”.

La práctica creativa es quizá una de las maneras en las que esas relaciones, como ensamblajes, se nos revelan. La soledad y el encierro pueden ser, si se los deja, también comadronas40 de la creatividad, una que nos lleve a encontrarnos de nuevo en nudos poliespaciales y politemporales desde donde podamos cultivar un arte del cuidado, un arte que es como la poesía de Zambrano, una que es “caridad, amor a la carne propia y a la ajena. Caridad que no puede resolverse a romper los lazos que unen al [ser humano] con todo lo vivo, compañero de origen”41. La creatividad es entendida aquí como un proceso individual sino como una exploración comprometida y responsable que va más allá de la intencionalidad humana.

La necesidad de cuidar(nos) va adquiriendo, así, otro sentido, ya no como auto- defensa sino como descubrimientos colectivos, guiados por la apertura, una que se guía por la vulnerabilidad de cuerpos localizados, encarnados y en devenir, involucrados entre sí. Cuidar como cuidan las abuelas42, sin recibir nada a cambio (don sin anulación43), en las acciones cotidianas donde “se ejercen principios como el agradecimiento por todo lo relacionado al cuidado de la vida y de la existencia”44 desde el apego45, que posibilita una base segura como garantía de la apertura al mundo. Como escribe Haraway46, o devenimos- con o no devenimos en absoluto.

La enfermedad COVID-19 pone esto en evidencia de una manera particular, desvelando nuestra naturaleza relacional, nos llama al cuido como principio, condición y resultado de ese relacionar-nos. Desde esta perspectiva, el cuido no defiende al uno del otro sino celebra la diferencia por reconocerla como fuerza productiva. Al mismo tiempo, es un espacio desde el cual es posible interrumpir los mandatos del cronotopo lineal, determinado cultural e históricamente, pues no hay meta, destino, fin o un proceso progresivo. Un espacio para pensar y sentir el mundo, en tiempo presente, desde el nomadismo, como habitación, como acogida, como hospitalidad. Como lo plantea Zambrano, es una conciencia que quiere la realidad, pero no “sólo la que hay, la que es; sino la que no es; abraca el ser y el no ser en admirable justicia caritativa, pues todo, todo tienen derecho a ser hasta lo que no ha podido ser jamás”47. Una práctica desde un cuerpo en difracción, como territorio de interconexión y generador de diferencias. Encuentros encarnados que nos acercan, para permanecer con vida posibilitando otras vidas.

Escribo como quien toma apuntes. Respondo al dictado de la cotidianidad. Organizo el pensamiento en el trazo de las palabras, la descripción de las memorias visuales, auditivas, olfativas. Tomo apuntes para consolidar, archivar y materializar el tiempo suspendido, sin fijarlo. Hacer presente lo ausente. Construir un inventario de reverberaciones —notas en los márgenes—. Como me ha hecho saber Mercedes, mi bisabuela, la naturaleza de las crisis es que se resuelven, aún cuando su solución implica la muerte. Los hijos de Mercedes fueron testigos de la muerte, pero también de la desigualdad y eso los hizo fuertes y rebeldes, aún cuando todas las fuerzas posibles intentaron hacerlos renunciar a su propia sangre. Heredé el dolor y la agonía como contramemoria y como motor para la vida. Así, la voz de Mercedes es también la que escribe.


*Algunas de las ideas incluidas en este ensayo formaron parte de la serie de columnas que publiqué en Plaza Pública entre marzo y septiembre de 2020.

2 En su Manifiesto para cyborgs: ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del siglo XXI, Donna Haraway se pregunta: “¿Por qué nuestros cuerpos deberían terminarse en la piel o incluir como mucho otros seres encapsulados por ésta?” Haraway, D. (1995). En Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra. P. 305.

3 Ser en devenir, como proceso permanente no significa estar en proceso de llegar a ser algo concreto o alcanzar una meta (una representación universal), no apunta a una trascendencia sino a la inmanencia. Para Braidotti (2013) la profunda relacionalidad de los mundos en los que estamos siendo tiene que ver con una inmanencia radical.

4 En el mismo texto citado, Foucault agrega: “La búsqueda de la procedencia no funda, al contrario: remueve aquello que se percibía inmóvil, fragmenta lo que se pensaba unido; muestra la heterogeneidad de aquello que se imaginaba conforme a sí mismo”. Foucault, M. (1991). Nietzsche, la genealogía, la historia. En Microfísica del poder. Madrid: La Piqueta. P. 13.

5 La epigenética estudia los cambios heredados en la expresión genética causados por mecanismos externos a la secuencia subyacente de ADN. Se ha demostrado que las experiencias dolorosas, por ejemplo, cambian la expresión genética y por ende pueden ser “heredadas”. Desde epistemologías indígenas se ha hablado también de “heredar el susto”. En ambos casos, esta noción problematiza la división naturaleza/cultura.

6 Sloterdijk, P. (2017). Wounded by machines: Toward the Epochal Significance of the Most Recent Medical Technology. En Not Saved, Essays after Heidegger. UK: Polity Press.

7 Haraway, D. (1995). «La biopolítica de los cuerpos posmodernos: constituciones del yo en el discurso del sistema inmunitario». Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra.

8 Bartra, R. (2013). Territorios del terror y la otredad. México: Fondo de Cultura Económica. P. 48.

9 Stengers, I. (2015). In Catastrophic Times: Resisting the Coming Barbarism. Lüneburg: Meson Press.

10 Merleau-Ponty, M. (1994). Fenomenología de la percepción. Argentina: Planeta. P…

11 Algunos de mis ensamblajes predilectos son los creados por el artista Robert Rauschenberg, conformados por elementos que el artista recogía en sus paseos cotidianos, objetos que formaban parte de sus encuentros. De manera similar, diversos artistas han pensado el arte como registro de quienes son, en función de lo que les rodea –como sujetos encarnados, situados y relacionales–. Guilles Deleuze y Félix Guattari hicieron uso de este término para ir más allá de las nociones de relación y diferencia que mantenían a las subjetividades separadas entre sí. La figura del ensamblaje diluye las distinciones entre el yo y el otro y se enfoca en la conectividad que existe entre estos y otras categorías como humano, animal y máquina. A diferencia de la noción de ensamblaje propia de la maquinaria hegemónica, se propone la reconfiguración permanente, o nomadismo, como uno de los aspectos de esos ensamblajes. Deleuze, G. y Guattari, F. (2002). Mil Mesetas: Capitalismo y esquizofrenia. España: Pre-textos.

12 Treichler, P. (1987). Sida, homofobia y discurso biomédico: una epidemia de significación, citada en Haraway, D.

(1995). La biopolítica de los cuerpos posmodernos: constituciones del yo en el discurso del sistema inmunitario. Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra. P. 347.

13 Strathern, M. (1992). Reproducing the future: Essays on anthropology, kinship and the new reproductive technologies. Reino Unido: Manchester University Press. P. 10.

14 Haraway, D. (1995). «La biopolítica de los cuerpos posmodernos: constituciones del yo en el discurso del sistema inmunitario». Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra.

15 Butler, J. (2006). Vida precaria: el poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós. P. 52.

16 Haraway, D. (1995). «La biopolítica de los cuerpos posmodernos: constituciones del yo en el discurso del sistema inmunitario». Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra.

17 Vergès, F. (2017). Racial Capitalocene. En Johnson, G. T. y Lubin, A. (Eds.) Futures of Black Radicalism. NY: Verso. Racial Capitalocene.

18 Yusoff, K. (2019). A Billion Black Anthropocenes or None. Minneapolis: The University of Minnesota Press. Prefacio.

19 Zambrano, M. (2019). Filosofía y poesía. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. P. 104.

20 Stengers, I. (2015). In Catastrophic Times: Resisting the Coming Barbarism. Lüneburg: Meson Press. P. 50.

21 Idem., pág. 60.

22 Aleksiévich, S. (2015). Voces de Chernóbil. Barcelona: Penguin Random Book House. Entrevista de la Autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chérnobil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo.

23 Haraway, D. (1995). «La biopolítica de los cuerpos posmodernos: constituciones del yo en el discurso del sistema inmunitario». Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra. Pág. 385.

24 Butler, J. (2006). Vida precaria: el poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós. P. 47.

25 Goldman, F. (2011). Say her name. New York: Grove Press.

26 Derrida, J. (1995). Dar (el) tiempo, I. La moneda falsa. Barcelona: Paidós.

27 Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta. P. 26.

28 Alexiévich, S. (2015). Voces de Chernóbil: Crónica del futuro. Barcelona: Penguin Random House.

29 Despret, V. (2017). It is an Entire World That Has Disappeared. En Bird Rose, D., Van Dooren, T. y Chrulew, M. (Eds.) Extinction Studies: Stories of Time, Death, and Generations. New York: Columbia University Press.

30 Derrida, J. (2008). Seminario La bestia y el soberano, Volumen I (2001 – 2002). Buenos Aires: Manantial. P. 388.

31 Derrida escribe: “el umbral siempre es un comienzo, el comienzo del adentro o el comienzo del afuera”.

Derrida, J. (2008). Seminario La bestia y el soberano, Volumen I (2001 – 2002). Buenos Aires: Manantial. P. 365.

32 “We make too much history./ With or without us/ there will be the silence/ and the rocks and the far shining./ But what we need to be/ is, oh, the small talk of swallows/ in evening over dull/ water under willows./ To be we need to know the river/ holds the salmon and the ocean/ holds the whales as lightly/ as the body holds the soul/ in the present tense, in the present tense”. Le Guin, U. (2014). Deep in Admiration. Art of Living on a Damaged Planet: Monsters of the Anthropocene (Tsing, A., Swanson, H., Gan, E., y Buband, N., eds.). Minneapolis: University of Minnesota Press.

33 Zambrano, M. (2000). Hacia un saber sobre el alma. Madrid: Alianza Editorial. P. 35.

34 Citada por Haraway, D. (2019. Seguir con el problema, Generar parentesco en el Chthuluceno. Bilbao: Consoni.

P. 101.

35 Butler, J. (2006). Vida precaria: el poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós. P. 169.

36 Citado Butler, J. (2006). Vida precaria: el poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós. P. 163.

37 Alexievich, S. (2015). Voces de Chernóbil. Barcelona: Penguin Random Book House. Entrevista de la Autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chérnobil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo.

38 Stengers, I. (2015). In Catastrophic Times: Resisting the Coming Barbarism. Lüneburg: Meson Press. Pág. 43.

39 Feld, S. (2012). Sound and Sentiment: Birds, Weeping, Poetics and Song in Kaluli Expression. Londres: Duke University Press.

40 Y aquí habría que pensar no en la mayéutica sino en la sabiduría acumulada por generaciones de mujeres dedicadas al cuidado de otras en una amplia diversidad de comunidades rurales.

41 Zambrano, M. (1993). Filosofía y poesía. México: Fondo de Cultura Económica. P. 59.

42 La lectura de textos antiguos de los pueblos originarios permite reconstituir el presente a la vez que mirar hacia atrás y hacia delante, como lo plantea Aura Cumes (2018) quien resalta que en el Popol Wuj Ixmucane’, además de ser deidad formadora es también madre y abuela en el espacio del hogar y recuerda que el espacio donde se elaboran los alimentos se concibe como un espacio de vida, apreciado y no degradado como lo será posteriormente desde la razón colonial y la jerarquización de los quehaceres y roles. Al mismo tiempo, invoco los cuidados de mi abuela materna, de sangre Q’eqchi’.

43 Derrida, J. (1995). Dar (el) tiempo, I. La moneda falsa. Barcelona: Paidós.

44 Cumes, A. (2018). Patriarcado, dominación colonial y epistemologías mayas. Pág. 10.

45 Es desde este tipo de relación, una de implicación más que de tutelaje, que es posible pensar una ética del non- profit. No se trata de roles determinados por la diferencia sexual sino a las formas de relación que han existitdo históricamente en diferentes contextos y en prácticas humanas y no humanas de las que es posible aprender e interrumpir relaciones de poder. Estudios en neuropsicología han demostrado el papel que el apego juega en el desarrollo del sistema nervioso central en los mamíferos, lo que a su vez potencializa la sensación de seguridad que permite el juego, la exploración y el desarrollo posterior.

46 Haraway, D. (2019). Seguir con el problema, Generar parentesco en el Chthuluceno. Bilbao: Consonni.

47 Zambrano, M. (1993). Filosofía y poesía. México: Fondo de Cultura Económica. P. 23.


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Publicado en Ana María Cofiño y Alejandro Flores (Eds.). Incertidumbres y horizontes: ensayos sobre COVID-19 en Guatemala. Ediciones del Pensativo, 2023. Pp. 85 – 100.

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