TITANE

Las películas de horror corporal parten muchas veces de premisas comunes que tienen que ver con cierta erotización del sufrimiento físico, explorado a través de imágenes detalladas y en primer plano de fluidos corporales, heridas, mutilación, desgarramientos, desmembramientos, autolesión o canibalismo. No obstante, diversas directoras han explorado, por medio de este género, posibilidades que no se quedan en la mera controversia, como sucede en el trabajo de directores como David Cronenberg. Aun cuando ha buscado hacer comentario social, mucho del horror corporal encuentra difícil hacer que la presentación gráfica de lo carnal o las imágenes grotescas vayan más allá de ello.

Resulta así interesante la manera como algunas directoras abordan el género del horror en general y particularmente el del horror corporal, que más que un subgénero se ha posicionado ya como género en sí mismo. Este trabajo parece no alejarse, por un lado, de la influencia del body art (y del carnal art como lo desarrollaron artistas como Orlan y su experimentación con implantes y modificaciones corporales) así como tampoco de la literatura de horror y del creciente ecohorror contemporáneo que ha encontrado en autoras jóvenes un campo fértil, sobre todo en Latinoamérica. La influencia del ecofeminismo y los análisis acerca del Antropoceno, la crisis climática y la profundización de la desigualdad en el capitalismo avanzado han dado paso a expresiones que, haciendo uso de la ciencia ficción, la fabulación especulativa o la fabulación crítica, exploran otras maneras de relacionarse con distintas formas de existencia y la re/generación de otros mundos. Desde el cine, dichas exploraciones también han estado ligadas a la problematización de la relación de las personas sexualizadas o percibidas como femeninas con su propio cuerpo. Este es el caso de directoras como Claire Denis, Marina de Van y Julia Ducournau, quienes han conseguido hacer del horror corporal una herramienta para la indagación situada del deseo, la identidad y los relacionamientos. Se trata así, de un cine del cuerpo que invita a pensar de manera encarnada, desde y con el cuerpo abandonando la metáfora o la mera representación.

La película Titane (2021), de Julia Ducournau aborda a través de un personaje complejo –una asesina en serie de género fluido incapaz de formar vínculos humanos y con una fuerte filiación con las máquinas (específicamente los autos)— las posibilidades que la difuminación de los dualismos puede abrir. Estas posibilidades no son necesariamente positivas (la oposición bueno-malo también se vería interrumpida aquí) sino plantean alternativas a las formas hegemónicas de relación, los afectos, de lo erótico e incluso la reproducción. Tanto Alexia, la protagonista, en sus complejos ensamblajes, como los automóviles forman parte aquí de lo que Donna Haraway nombra, junto con la cineasta Trinh Minh-ha, como les otres inapropiados/bles, “aquellos que no pudieron adoptar ni la máscara del yo ni la del otro ofrecido por las narrativas occidentales modernas de la identidad y la política”. Y es a partir de la preñez monstruosa –que parte del implante de titanio que Alexia tiene en la cabeza, pero no sólo— que la imposibilidad de una división entre cultura y naturaleza, entre lo orgánico y lo inorgánico, se pone de manifiesto. Es desde allí (un allí que no señala un lugar sino conectividad) que los modelos de interferencia proliferan y dan paso a “conexiones potentes que exceden la dominación”[1].

No se trata, sin embargo, de lo que la película quiere decir. Este esfuerzo no tiene que ver con asignar un significado a partir de una lectura simbólica. De igual manera, mucho puede perderse de vista entrando en el juego psicoanalítico de la interpretación diagnosticando a Alexia, reduciendo su potencia a una psicología o, peor aún, a una identidad. Titane, como cualquier otra película es, antes que un significado, un evento. La experiencia que se activa (si bien nunca nueva del todo) afecta, intensifica afectos a través de velocidades, intensidades, variables relacionales, transversales y colectivas: nos conecta con una red amplia y heterogénea de fenómenos cuyas marcas son trazadas en nuestro cuerpo de la misma manera como las cicatrices en las pieles que vemos en la pantalla. El nomadismo identitario de Alexia, luego Adrien, –la imposibilidad de capturarla— y la manera en que su continua transformación (que implica los lazos que va rompiendo y creado con otres humanos y no humanos) escapa de la subjetividad y de la división entre placer y dolor, da paso a efectos y resonancias particulares en quienes participamos de la película. La figura de chico adolescente que oculta un embarazo y tiene las venas llenas de aceite en lugar de sangre, nos recuerda que el cuerpo es siempre un colectivo y que tener una voz no es siempre requisito para participar de la re/generación de agencias. El devenir-máquina de Alexia/Adrien nos invita a asumirnos como los cuerpos naturoculturales que somos y a recordar que el yo es siempre un nosotros.


[1] Donna Haraway, Las promesas de los monstruos: Una política regeneradora para otros inapropiados/bles. Política y Sociedad, 30 (1999), Madrid (Pp. 121 – 163).


Publicado en el anuario 2022 – 2023 de la Sociedad Fílmica Iximulew.

Editado por Pamela Guinea.

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