DEBAJO DEL TREN

Dormía Emilio después de un frío y lluvioso día. Aún había frío; temblaba y sus dientes chocaban, sonaban como si fueran castañuelas. Pero dormía. Todas las noches tenía sueños extraños. Esa noche soñó que caminaba hacia la cima de una inmensa montaña; se sentía cansado, así que decidió volver; vencido con la frente baja y arrepentido de haber intentado subir.

A la mañana siguiente, el sol brillaba y se reflejaba en los charcos que yacían en la tierra, que los empezaba a absorber, al lado de poca grama verde, con aroma a grama verde. Emilio despertó con frío aún; “que sueño extraño”, pensó. Se restregó los ojos; tenía las manos heladas pero se había acostumbrado a que así estuvieran. Hacía mucho que no tenía un hogar y había olvidado su calor.

Salió arrastrándose de donde había dormido, intentó levantarse pero no se sujetó bien y cayó sobre un charco mojándose la única chaqueta que tenía. Se quedó allí un rato pensando en su estúpida caída. Se levantó y se fue.

La vendedora que siempre estaba a la entrada del pueblo lo vio pasar como todos los días. Su chaqueta estaba mojada y su rostro cubierto casi por completo de lodo. Emilio se detuvo frente a la tienda en la que le guardaban su violín y luego fue al parque al que siempre iba, a tocar la misma melodía, en la misma esquina y bajo el mismo viejo árbol de grandes ramas y ancho tronco.

Hacía mucho tiempo que aquella melodía ya no le causaba ningún sentimiento a él ni a ninguno de los que pasaban frente a él y colocaba una moneda dentro del sombrero que ponía a sus pies. El aire secó su chaqueta con el paso de las horas; el mismo aire que se llevaba con él aquella eterna canción…

Casi al medio día empezó a llover; los vendedores recogieron deprisa sus cajas y canastos y desaparecieron por las calles. La lluvia caía más fuerte más tarde pero Emilio no se había movido y las ramas de aquel árbol apenas lo cubrían. La música tenía una extraña sonoridad; de pronto, se detuvo… Se alejó con su violín debajo del brazo por ese camino de tierra que sale del pueblo. Apenas había juntado dinero pero le alcanzó para un trozo de pan en la única tienda que estaba aún abierta. Lo guardó en su bolsillo.

Pasó al lado de una señora que dormía debajo de una angosta cornisa y cargaba a un pequeño bebé que también dormía. Emilio sacó su trozo de pan y lo colocó sobre la falda de la señora. Volvió al lugar que él llamaba su hogar. Se sentó en el suelo y lo observó.

Pronto llegó la noche; se arrastró y se acomodó para dormir, como todas las noches, debajo del tren y soñar todas aquellas cosas que no entendía.

No recuerdo cuándo Emilio dejó de llegar al parque; su melodía suena aún todas las tardes, rebota en las paredes de las casas cercanas, luego el aire se la lleva con él.


1997

*Imagen: Ernst Haas

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