LAZZARO FELIZ: DE LA LIBRE ESCLAVITUD A LA INGENUIDAD COMO POTENCIA

La película Lazzaro feliz (Alice Rohrwacher, 2018) narra la historia de un grupo de campesinos que, víctimas de un gran engaño, permanecen capturados en un sistema feudal que les mantiene ligados a la tierra de manera forzada, así como al orden patriarcal que por generaciones ha obligado a las adolescentes a tener hijes y a les niñes a integrarse desde temprano, sin acceso a la educación, al trabajo. Entre ellos se encuentra Lazzaro, un adolescente servicial y bondadoso caracterizado por una ingenuidad afirmativa.

Acostumbrado a trabajar y a responder casi maquinalmente a los requerimientos del cultivo y la preparación de las hojas de tabaco -encontrando en placeres diminutos oportunidades para el escape: una taza de café, una siesta dentro de una pequeña caverna en la cima de la montaña-, la muerte de Lazzaro se convierte en una extension de aquellos hábitos relacionales, del ritmo cotidiano que combinaba el esfuerzo físico con una conexión intensa con el territorio y todo lo que lo des/compone. Como el lobo que le da la muerte y la vida, Lazzaro feliz se mueve entre los riscos con confianza y seguridad. La familiaridad con el entorno posibilita la exploración inventiva que resulta en una gradual desfamiliarización: la capacidad de salirse de la norma, de instaurar espacio-tiempos afuera del sistema, desde sus entrañas. Una micropolítica transformadora. Su ingenuidad no tiene que ver con la mera ignorancia sino con otras formas de saber que exceden a la autoridad y por ende la razón.

Lazzaro observa atentamente el campo, las montañas, el viento, la lluvia, el movimiento de los animales domésticos y salvajes, reconoce las hierbas aromáticas de las malas hierbas, sabe dónde  se ubican los árboles frutales y las bayas venenosas, y está dispuesto, siempre, a compartir  con los demás lo que ha ido encontrando. En su marginalidad de la marginalidad quiere compartir con otros sus refugios, el disfrute de placeres mínimos, la manera como ha aprendido a involucrarse y conectaste con/ en las montañas. Los demás no lo toman en serio; lo toman por ingenuo, con mucha cara de bueno. Dependen de su ayuda y el aporte que hace al grupo -es él quien se encarga de la abuela, de las gallinas que se fugan, de las tareas de fuerza, además del trabajo esclavizado que todos llevan-. Aún así, lo dejan atrás, lo dejan con el café servido así como renuncian de inmediato a su búsqueda, tras la caída de la que nunca llegan a enterarse. El helicóptero de los carabinieri deja de buscar cuando aparece el hijo de la terrateniente en su juego a perderse, en su fantasía burguesa de ser raptado. Nadie, ni su comunidad ni las autoridades, como tampoco el aparente amigo y cómplice, parecen preguntarse qué fue de él cuando abandonan la hacienda. Alguien lo nota, pero nada más: “Lazzaro no viene” y basta. Y en su ingenuidad Lazzaro no se da por enterado de su muerte, del lobo que contempla su cuerpo inerte, del paso de los años, de la decadencia a su alrededor ni del hecho que la situación de abuso y explotación en que vivía su comunidad no cambiaría luego de ser liberada e incorporada a la sociedad y a la vida en la ciudad. Queda preguntarse, con Moten, ¿y si la libertad no es más que soledad vernacular? Ahí, donde la libertad está ya siempre capturada por el marco de la esclavitud y del encierro, donde la libertad no es otra cosa que el comienzo de nuevas formas de explotación, como recuerda Halberstam.

Entre la basura -restos de empaques de plástico y latas de bebidas azucaradas- que yace a la orilla de la línea del tren Lazzaro encuentra hierbas, papas y zanahorias mientras los demás, habiendo perdido su conexión con la tierra, devoran papalinas rancias de paquete robadas en una estación de gasolina. Lazzaro, en cambio, se sigue imaginando en el campo y a las personas con quienes lo compartía, ahora transformadas, como parte del mismo. No se da cuenta que los demás, allí afuera, le tienen miedo, que la ambigüedad de su aspecto de pobre e inocente genera desconfianza, que interrumpe las dinámicas que organizan la ciudad con sus contrastes, como si un lobo curioso apareciera entre los autos en plena hora pico. Desconfían del fracaso, de la pérdida, del olvido, del no saber. En las palabras de Halberstam, «el fracaso conserva algo de la maravillosa anarquía de la infancia y perturba el supuesto claro límite entre adultos/ as y niños/ as, entre vencedores/ as y perdedores/ as». Lazzaro no se da cuenta y gracias a ello cultiva otros modos de estar en/con el mundo, sin pasado y sin futuro.


Imagen: Still de Lazzaro felice, Alice Rohrwacher, 2018.

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