SEXY

M. nunca se ha considerado una mujer sexy. No es lo suficientemente alta ni voluminosa. Siempre ha preferido llevar el cabello corto y maquillarse todas las mañanas le provoca flojera. Su capacidad de socialización tampoco es la ideal: le cuesta ser “aventada”, le molesta la gente confianzuda y le huye al contacto físico de gente no cercana. Desde joven, M. ha sido un poco fría y siempre ha preferido enfocarse más en sus estudios e interminables lecturas que en su apariencia física por la que, toda la vida ha pensado, no se puede hacer mucho. Conseguir trabajo y hacer amigos ha significado un esfuerzo. Mientras muchas de sus amigas y conocidas han sido capaces de conseguir prácticamente cualquier cosa gracias a su poder de seducción: partiendo de una mirada, una postura, un escote, una mano en el muslo de un hombre, M. siempre prefirió esforzarse.

M. está convencida de que es posible moverse en un mundo en el que no sean los estereotipos impuestos los que definan los logros que alguien puede tener. Ha conocido hombres lo suficientemente triviales e incapaces de auto controlarse que se han dejado seducir por mujeres arriesgando su relación, familia, trabajo o billetera, pero también sabe que existen muchos otros a los que ese marco de pensamiento no se los ha tragado. Sin embargo, y a pesar del absurdo que lo caracteriza, M. ha visto este patrón replicado por niños y adolescentes, quienes han aprendido, probablemente imitando modelos cercanos, que la sensualidad es una herramienta para obtener logros. Esto implica que la apariencia y la falsedad valen más que la honestidad y el conocimiento, que los méritos están, tanto en el dinero como en la manipulación que se pueda hacer de los demás. M. ha escuchado como muchas otras personas de casos en colegios privados en los que estudiantes de secundaria han acosado a estudiantes de primaria o niños de la misma edad han sido descubiertos replicando comportamientos probablemente aprendidos de programas de televisión a los que no deberían tener acceso. Pero no es sólo el acceso. La televisión nos ha vendido esa imagen a tal punto que los mismos adultos somos incapaces de discernir el sinsentido de una escena de la realidad, de lo que verdaderamente significa valorarse a uno mismo y a otras personas.

La chica Bond, segura de sí misma, aparentemente independiente y poderosa, es doblegada por la sensualidad irresistible de Bond. Y Bond, experto en artimañas, egocéntrico manipulador dispuesto a perseguir sus intereses a costa de cualquier cosa, cualquier persona, cualquier mujer. M. sabe que su círculo se esmera en alcanzar estos ideales. Ha visto a conocidos afanarse de sus autos y sus costosos relojes como si su mero valor humano radicara en esos objetos. Y ha visto a mujeres doblegarse ante estos… M. sabe que muchos de sus conocidos saben que la concepción de sensualidad y manipulación se han confundido y que no han hecho sino causar daño –además de enfocarlos en preocupaciones absolutamente banales– pero también sabe que ellos saben que mientras su círculo siga comportándose de esta manera, lo mejor es hacerlo también. M. piensa que nuestros comportamientos no deberían estar definidos por lo que hacen y piensan los demás, que lo que hacemos o no no debería pasar por un proceso de indecisión influido por el “qué dirán”. No hacemos lo que a otros no les importa, pero ¿y si a los otros les importara porque nosotros lo hacemos? Si dejáramos de reproducir comportamientos superficiales y egoístas, centrados en nuestra noción deformada de poder, belleza, sensualidad y habilidad, nuestros hijos dejarían de hacerlo también, nuestro círculo podría comenzar a guiarse por otros preceptos, quizás más conscientes de los demás, más humanos. M. suspira. Retira el rostro de su taza de café y lo levanta, viendo los anuncios y las vitrinas que la rodean: “sé alguien, sé sexy”, anuncian.


Publicado en Revista «Look», marzo, 2018.

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