Sigo pensando en lo que debí decir y hacer distinto. Han pasado tantos años que había olvidado la naturalidad de este estado. No lo extrañaba, pero me siento de nuevo en casa. El sabor del vino, la ligereza, el calor en los ojos. Tan parte de mí y, hoy, tan extraño. Dentro de mí de nuevo ese impulso. Mi piel llama a gritos. Debí girar la vista. Ahorrarme el pánico. Qué más da. Mente opaca, cuerpo casando. Palabras indescifrables. El reloj ya no amenaza. La punzada se aliviana. Me estremezco entre las sábanas. Soledad o desolación, llámesele de cualquier manera. No quiero saber. Huesos rotos como piedras, sangre helada. Y los gritos. Siempre los gritos. Es sólo que estoy más vieja y más cansada. El destino es opaco, el camino cada vez más difuso. Preferiría no saber. O no haber dado nada. Brazos dormidos, nariz tapada. Ironía. Autodefensa. Es tarde. El mundo se está acabando. Apenas nos queda tiempo. No queda espacio para la utopía ni el idealismo. Tenemos la corrupción hasta en las venas. Los remiendos ya no aguantan, y los remedios no existen. Pronto se detendrá esta caída. No será agradable, pero será el final y estaremos felices. No habrá resurrección o tiempo para la diáspora, pero celebraremos. Celebrarán otros, a los pies de nuestros palacios y monumentos. Nuestras ideas caducaron hace tiempo. El tiempo alcanzó su fecha de vencimiento. De qué sirve escondernos. Para qué me escondo. Catarsis. Delirio. Embriaguez. Ya no creemos en nada. Dejamos de crear también. Acumulamos memorias con la ilusión de legar algo, sabiendo que no quedará nada. Enfrentar el absurdo. Abrazar la inutilidad de nuestra existencia. No existe el valor instrumental, el valor intrínseco era sólo un cuento. Queda el vacío. Humo, carencia. La vacuidad se extiende y nos traga. Mejor aferrarnos a los objetos, tratar de salvarnos en ellos. Cierro los ojos. Espero el sueño. Acabémonos juntos, tomémonos un té. Mirémonos mientras todo explota.
