SIN DIOS

Mi abuela materna nunca leyó la biblia. Si alguna vez la ojeó, lo habrá hecho por mera curiosidad intelectual. Los santos de su devoción tenían en su mayoría nombres rusos: Dostoievski, Tolstoi, Gorky, Rachmaninov, Rimsky-Kórsakov, Kandinsky, Einsenstein… Otros en su lista eran García Lorca, de quien amaba la intensidad trágica de su poesía; Chopin, cuyo fervor nacional y pasión musical le habrán confirmado el valor de una identidad y de un suelo como raíz; Alfaro Siqueiros y sus revolucionarios; Paganini y sus caprichos; Renoir, sus escenas armoniosas y melancólicas; y Confucio. Confucio, junto a Tagore, era más bien un guía. Su sabiduría y el estudio cuidadoso de sus palabras se convirtieron en un manual de maternidad. Fue madre y abuela ejemplar sin haber tenido ninguna. Admiraba a otros con profundo respeto, sin fanatismos. Aprendía y desaprendía. Se cuestionó y estudió, hasta los últimos años de su vida, con un interés y compromiso como nunca he visto en nadie más. Así la recuerdo: sentada leyendo, sumergida de lleno, embelesada.

Como abuela, asumió por completo la función de dar mimos y con una paciencia interminable, su extraordinaria cocina y su pasión por las artes nos nutrió, a mis hermanos y a mí, en todo sentido. Me prestó a Lorca a los doce años y a Dostoievski a los catorce. El resto de mi adolescencia dejé de pedir permiso para entrar en su biblioteca. Me escabullía entre los libros, tomando prestado alguno de los que según ella “aún no tenía edad para leer”. Tenía razón. Muchos no los entendí sino hasta años después. Cuando murió, le pedí a mi abuelo aquéllos en los que más había encontrado a mi abuela, en los que había leído las palabras que de alguna manera también se habían hecho de ella, en los que miraba su mirada y su sabiduría. Mi abuela no necesitaba de un dios. El arte era su única religión. Asistir a un concierto con ella era un ritual. Entrar a la sala de conciertos como quien entra en un templo sagrado y escuchar, con devoción y en completa absorción, de inicio a fin: sentir cada nota, elevarse…

Como Confucio y Tagore mi abuela creía en la educación: en cultivar el espíritu como única forma de alcanzar la felicidad. Y también creía en la Revolución. En transformar la sociedad y liberarla del feroz imperialismo y la imposición de formas uniformadas de pensar. Su lucha fue desde su espacio: su consecuencia, su disciplina, su compromiso y su rectitud inquebrantable. También luchó a través de sus hermanos, todos ellos revolucionarios, a quienes amó intensamente. “Así como el agua toma la forma del recipiente que la contiene, un hombre sabio debe adaptarse a las circunstancias”, había pronunciado Confucio. Y mis abuelos estuvieron siempre a la altura de las circunstancias: no a modo de resignación pasiva, como recomienda la religión, sino de responder, como ellos decían, a lo que “tocaba hacer”. Y así lo hicieron, así lucharon, así protegieron la vida de amigos perseguidos, así criaron a sus hijas y a sus nietos.

La idea de un dios ha sido tan lejana para mí como para un religioso será la idea de no tenerlo. Crecí sin dios y he vivido sin uno toda mi vida. Mis abuelos me enseñaron a respetar la religión como respetar a cualquier persona. Permanecer en respetuoso silencio cuando otros practicaban sus cultos o expresaban la importancia que estos representaban para ellos. En casa eso siempre fue importante. Saber que cada uno de nosotros somos producto de un contexto y una historia distinta significa que nuestros modelos mentales son distintos y que, más que un problema, esa heterogeneidad significa riqueza y posibilidad de aprendizaje permanente. La premisa es la de que los otros también pueden valorar a los demás de esa manera.

Mi abuela amaba la vida tan intensamente como le temía a la muerte. Le habrá temido pues sabía que no había nada. Por ello se aferraba y quería aferrarse a los que amaba. El día de su muerte tenía miedo. No había dios a quien encomendarse ni consuelo en seres mágicos o angelicales. Pero ni siquiera entonces le hizo falta, no le hizo caso a quienes a su alrededor pretendían clamar por su “salvación”. Sólo dijo “no”, un fuerte y contundente “no”. Fue con Chopin con quien la despedimos y aún hoy, casi diez años después, está aquí, en estas palabras, en mi sangre y en la lente a través de la cual sigo haciendo sentido de la vida.

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Publicado en Humanistas Guatemala. Julio, 2017.

Imagen: Alex Bentel.

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