Cuando Juana ardía,
sus ojos se posaron fijamente en dirección del cielo,
la sangre le hervía y le hervía también la rabia
– cuerpo como campo de batalla –.
Juana se perdió en su propio laberinto,
con las manos atadas, fue vencida por el tiempo,
un tiempo que no supo reconocerla;
y en su negación se quedó estancado
– pedagogía de crueldad –.
Cuando Juana ardía
el nudo de su garganta se iba aflojando.
El límite del silencio se abría paso,
el canto encarcelado de Alaíde
– valentía de vivir y de morir –.
Juana supo siempre de la sacralidad del fuego,
las llamas como liturgia resurrectora
la luz como fuerza generadora
– vida a pesar de la muerte –.
Quedaron las cenizas
y en el encierro, con un carbón,
Juana abrió una puerta, en forma de barquito.
56 niñas la ayudaron.
Escribieron sus nombres y los de sus abuelas
para escapar del olvido.