El problema de la educación es inherente a todas las culturas humanas. Es un aspecto que se define y transforma según el momento histórico y las preocupaciones de los integrantes de una sociedad determinada.
Preguntas alrededor de qué es lo que interesa para poderse desarrollar –de la mano de cuál es el concepto de desarrollo que se tenga–, qué valores interesa transmitir a las nuevas generaciones para conservar la cultura, así como qué herramientas o instrumentos deben brindarse para que la sociedad funcione de acuerdo a la visión establecida, son algunas de las que llevan a definir un programa educativo. Y es así como ha funcionado a lo largo de la historia occidental, sobretodo a partir del siglo XVI o la modernidad.
Podemos decir que la educación es el resultado de tres aspectos de la evolución histórica que se alimentan entre sí: el fondo cultural y social, las teorías filosóficas y pedagógicas, y la efectividad de la práctica educativa. El propósito definitivo de la educación, lógicamente, ha ido cambiando en la historia, pues los tres aspectos mencionados no son permanentes ni compartidos por la gran diversidad de culturas que las sociedades han conformado. Las preguntas que las sociedades se hacen en los distintos puntos de la historia modifican lo que se busca y lo que se considera importante de transmitir. Entender cómo ese propósito ha cambiado nos puede ayudar a comprender mejor el proceso educativo por un lado, y a través del proceso educativo de cada época, comprender a la sociedad que lo desarrolló.
La educación, como otras disciplinas que de esta se irán desplegando, es una manera de entender el mundo. La disciplina interpreta y de-codifica el mundo a su modo a la vez que es un reflejo de las preocupaciones y la visión del momento histórico. Tiene el reto de estar a la altura de su tiempo y de saber dar respuestas a los retos que a continuación se presentan.
Cada cultura se caracteriza por creencias, costumbres y artefactos específicos que hacen que la vida dentro de esta sea eficiente para sus integrantes y que dicho grupo humano pueda sobrevivir. Lo mismo aplica para culturas consideradas por la lente occidental como menos civilizadas. La única diferencia está en las distinciones en los modos de vivir y el contenido de las creencias. Los modos de vida incluyen técnicas y comportamientos definidos por normas justificadas en las creencias mismas. Sin embargo todos esos elementos no son innatos a los seres humanos como su potencial cognitivo, por lo que deben aprenderse.
Desde el inicio de las civilizaciones, así, el centro del propósito educativo va a ser el de la transmisión de la cultura: garantizar que esta no se disperse u olvide y que las nuevas generaciones se integren de manera efectiva a la estructura establecida y mantenida por las generaciones anteriores. En ese sentido podemos decir que a lo largo de la historia la educación ha consistido primordialmente en un proceso de adiestramiento para que los nuevos integrantes de un grupo social alcancen un grado esperado. Pero la educación presenta dos retos: el de conservar y transmitir los elementos culturales reconocidos como válidos e indispensables, y a la vez renovarlos y corregirlos continuamente, dando paso al desarrollo o progreso.
Con el avance de la historia y el camino hacia el llamado progreso, la educación fue adquiriendo dos caracteres: la educación cultural, por un lado, que transmite los saberes ligados a las creencias, los valores y las costumbres sociales; y la educación institucional, que busca trasmitir las técnicas requeridas por la sociedad (occidental). En sociedades no occidentales, a la educación se le adjudica un carácter sacro. En ese sentido resulta de gran interés analizar las culturas y los momentos históricos a través de la forma y el contenido de lo que se enseña.
En la cultura occidental la educación se desarrolló a partir de la filosofía de la Antigüedad Clásica, por lo que el conocimiento tendría un carácter lógico y semántico. Esa herencia clásica le brindó a la Iglesia un elemento importante: la disputa. La apertura en relación a la discusión y la búsqueda por una explicación lógica de las cosas provocó un proceso de adaptación y acomodamiento de ideas. Sin embargo ese proceso también puede ser visto como una respuesta a la fragilidad de la sociedad occidental de aquélla época, donde el sistema no podía darse el lujo de tener holgazanes, herejes o tendencias negativas que debilitaran la estructura interna. Así, la quema de herejes resultó una herramienta efectiva para la “formación” del cristiano y su integración al sistema de valores. Si bien resulta una idea anti-moderna en su fundamento, esta es realmente la base de la modernidad.
A partir de la Ilustración y la introducción del concepto de progreso desarrollado por los fisiócratas y Condorcet, la felicidad de los pueblos era entendida como la consecuencia de su educación. Se veía en la formación la raíz de toda prosperidad y la instrucción pública era la cúspide de la “liberación” de los pueblos, que se encaminaban a la modernidad, mientras que la ignorancia era considerada como la causa de todos los males. Los valores se veían así a través de la cultura. Era esta la verdadera vía para la dignidad y la libertad individual.
Es por ello que en la época moderna el problema de la educación se enfrentó más que todo al reto de ser un generador de progreso. Nuevos valores y posturas buscaron definir una nueva cultura, de la mano de una nueva política y una nueva epistemología. Sin embargo, en una sociedad como la nuestra este reto sería aún más complejo pues el concepto de progreso, un concepto importado, no respondía tan claramente a nuestro contexto y a nuestras necesidades. Educar para el progreso significó por lo tanto un proceso contradictorio de experimentación.
La llegada a Hispanoamérica de las ideas progresistas de la Ilustración se enfrentó a un ambiente donde la filosofía aristotélica-tomista aún tenía un papel importante a las nuevas ciencias y por lo tanto fue muy difícil que dichas ideas se hicieran espacio, creando al inicio una combinación de escolasticismo, racionalismo y empirismo en los discursos para dar paso poco después a la edad de oro de la universidad hispanoamericana. Una edad de oro en la que la profesionalización docente quedó pendiente, imperando la improvisación y siendo las técnicas didácticas dominantes la repetición, la memorización y el verbalismo, junto a un sistema que enfatizaba el deletreo, la recitación y la copia. La ausencia de autonomía intelectual se profundizaba con el uso de castigos y estímulos que se limitaban a la emulación. La Ilustración hizo así su intento pero entre la resistencia de las poblaciones que luchaban por conservar su cultura y el interés de las esferas de poder de no darle acceso a todos a la instrucción constituyeron límites para dicha empresa. Por otro lado, el papel de la educación en la introducción de nuevas creencias políticas, nuevos valores y nuevas necesidades significaba una ruptura radical con el orden anterior, que se había mantenido por trecientos años sin mayor cambio, enfrentándose a una sociedad fundamentada en los valores religiosos del medioevo. Esto dio lugar a momentos de tensión entre gobiernos liberales y la sociedad conservadora o entre políticas conservadoras y la influencia de ideas modernas pero más que todo a un sistema educativo, desde el inicio, prácticamente caduco.
Si bien el proceso de reforma ha sido complejo, aún los resultados dan la sensación de no responder a las preguntas más básicas: ¿qué es lo más importante que nuestras nuevas generaciones deberían de aprender para que nuestros valores centrales se mantengan y exalten? ¿cuáles son los saberes y habilidades que nuestra sociedad hoy necesita para seguirse desarrollando, partiendo de las condiciones actuales? ¿cómo está respondiendo el sistema educativo, en todos los niveles, a una visión de cultura o sociedad?¿cuál es esa visión? o más aún: ¿cuáles son las preguntas más importantes que la sociedad guatemalteca se hace -o debería estar haciendo- tras la primera década del siglo XXI y cómo la educación puede afrontarlas?
Mientras no nos abramos a hacer preguntas como estas, la educación seguirá siendo un experimento de importación al estilo corta-pega de teorías ajenas a nuestras culturas, nuestra historia.
¿Acaso las buenas notas en matemática, la velocidad de lectura o el conocimiento de las reglas gramaticales nos sirven para construir una mejor sociedad, o la aplicación tal cual de teorías políticas y económicas desarrolladas en contextos completamente distintos al nuestro? ¿de qué manera estos aprendizajes considerados primordiales por el sistema actual le aportan a la lucha por la igualdad y la justicia de las poblaciones indígenas? Los saberes disciplinares, más que ser conocimientos en sí mismos deberían de ser una herramienta para sumergirse en el mundo –y nuestra sociedad- desde diferentes perspectivas, comprenderlo más profundamente y saber generar respuestas y soluciones que ayuden a que, entre todos, podamos dar lugar al cambio, llámesele progreso si se quiere, pero un progreso propio, en diálogo con otros saberes y maneras de construir conocimientos.