GUATEMALA REALISTA: El desarrollo político de Guatemala desde la perspectiva del pensamiento realista

El realismo político se identifica, desde Maquiavelo, como una forma de análisis de concepción principalmente pesimista de la naturaleza humana. Como una ruptura con muchas de las teorías idealistas, de Platón a Rousseau, el hombre es visto en función de su papel en la historia, sus actitudes y comportamientos en el desarrollo de la política a lo largo de los siglos y la naturaleza misma de la institución que conocemos como Estado, llegando a concluir, a diferencia de aquéllos teóricos, que el hombre no es por naturaleza bueno.

En esta perspectiva se pude incluso decir que cualquier aproximación a la política que no parta de esta afirmación es vana e incluso dañina.

En Guatemala el político nunca ha sido bueno. Y con el paso del tiempo parece ser un requisito no serlo para todos aquellos que aspiran al poder. Pero debatir sobre la importancia o necesidad de ser o no ser “bueno”, implicaría analizar primero el o los significados de dicha palabra, así como las múltiples interpretaciones que desde nuestra cultura –y las culturas que la componen­– pueden hacerse de ésta. Resulta más viable hacer un análisis realista: desde la perspectiva de Nicolás Maquiavelo, Max Weber, Gaetano Mosca y otros autores identificados con el realismo, para comprender mejor el desarrollo político de Guatemala. De la misma manera buscar entender por qué éste desarrollo ha tendido –desde la fundación de la República– a caracterizarse por múltiples rupturas a la vez que ha mantenido a la sociedad guatemalteca en un estado prácticamente de inmovilidad. El punto de referencia realista es buscar la verdad efectiva más que hacer una idealización, tomando en cuenta todos los factores que en una situación política y social han mostrado resistencia a las normas establecidas, particularmente los factores de intereses personales y de poder. Cabe analizar los elementos y concepciones que han provocado dicha “visión de Estado” y hasta qué punto los mencionados por Gaetano Mosca han jugado un papel en ello:

«(…) aquella sociedad que comúnmente llamamos decrépita, en la cual las creencias religiosas, la cultura científica, los métodos de producción y distribución de la riqueza no han tenido por siglos algún cambio radical (…) En esta sociedad, las fuerzas políticas son siempre las mismas, la clase que las posee mantiene el poder indisputado, se perpetúa en ciertas familias y la inclinación a la inmovilidad se generaliza hacia todos sus estratos sociales.»[1]

¿Somos una sociedad decrépita? Desde una perspectiva totalmente realista podríamos afirmarlo. ¿Por qué? esta respuesta requiere un análisis histórico de mayor profundidad, de la misma manera que la identificación del “quiénes” y “cuáles” en relación a los elementos no sólo políticos sino socio-económicos y culturales que han jugado un papel importante en ese camino atropellado hacia el “estancamiento”. El profundo pesimismo sobre la naturaleza del hombre que desarrolla Maquiavelo en El Príncipe responde, precisamente, al examen detallado que éste hace de la historia de la política desde la época clásica y la equiparación con el agitado ambiente florentino del siglo XVI. Sus dos análisis: el de la patria hecho en sus Discursos y el de El Príncipe, lo llevan a conclusiones que aún hoy nos parecen adecuadas en el contexto político, sobre todo en uno como el nuestro.

LAS RELACIONES DE PODER

La transvaloración que hace Maquiavelo del bien y el mal, no rechaza la idea del bien sino la redefine: se convierte en la “virtud”. Esa virtú es entendida como la capacidad de liderar a partir del conocimiento de la situación y la sociedad gobernada, utilizando adecuadamente las herramientas que sean necesarias para poder tener el poder y a partir de éste gobernar de la mejor manera (entiéndase “mejor manera” también en función de las necesidades específicas del momento y el contexto en que se gobierna). Conocer la situación –la situación extrema sobre todo– para tomar ventaja de ésta, más allá de los preceptos morales, es un aspecto clave de para poder ejercer el poder. Así lo exige la política. El bien y la virtú no existen si no son precedidos por el mal, y la política está llena de éste. Las políticas normales, dice Maquiavelo, dependen de políticas extraordinarias.

La política “extraordinaria” es la más común de todas: es la que está inmersa en la crisis, la anarquía, la inestabilidad, asesinatos, conspiraciones, y coup d’ètat. Las normas comunes del juego deben ser suspendidas en esos momentos pues la acción implica ir “más allá”: comprender la realidad para trabajar a partir de ésta y no en contra de ella. Maquiavelo identifica así dos tipos de conspiraciones: una contra la patria y otra contra el gobernante. Si, como propone Maquiavelo, el gobernante debe preocuparse por nunca llegar a ser odiado por el pueblo, éste debe ser cuidadoso en su comportamiento, en su imagen y en sus decisiones. Llama la atención en ese sentido que en un país como Guatemala la cabeza del Estado no parezca no haberse preocupado nunca por no ser odiado, al contrario, esa parece ser la regla, siendo quizás Estrada Cabrera el principal ejemplo en nuestra historia –sin dejar de lado la manifestación ciudadana en contra de Otto Pérez Molina de las últimas semanas–.

Pero en medio de ese sentimiento de odio o rechazo que el pueblo ha expresado hacia el gobernante de turno, los gobernantes han encontrado otro tipo de estrategias para mantenerse en el poder: la censura, la persecución, el favoritismo de unos cuantos, estructuras sociales de control, limitación de la educación, etc., acciones que alimentan el odio de muchos, pero no de los “clave”. En ese sentido podríamos decir que más allá de un consejo para no ser odiado, como planteaba el autor italiano del siglo XVI, nuestros políticos han seguido uno de compra y venta de intereses personales (de ellos y sus allegados) a costa del odio del pueblo. El pueblo guatemalteco, así, ha aprendido a odiar a su gobernante y eventualmente, como sugiere Gaetano Mosca, ha llegado a acostumbrarse a ello. Esperemos que las recientes manifestaciones también sean de una transformación en ese sentido.

Desde la época colonial se tiene registros de conflictos de poder y de una clara división entre los intereses del pueblo y el gobierno. Cosa no del todo extraña en una época monárquica, pero que se mantendrá con el paso de los siglos y cuyos elementos pasarán a ser la “norma”. Fuentes y Guzmán hace referencia al favoritismo y el conflicto permanente entre la autoridad imperial y local en un deseo de poder individual que ignora por completo la realidad dentro de la que se desarrolla esa autoridad. Con las Reformas Borbónicas, por ejemplo, se intentó mejorar el aparato de seguridad público estableciendo el sistema de alcaldes de barrio por la anarquía en la que prácticamente se vivía en los barrios populares de la ciudad pero dicha reforma tardó tres décadas en implementarse debido al rechazo de grupos allegados a los dirigentes locales[2]. Esa dicotomía característica de los grupos de poder de la colonia tardía refleja la visión autoritaria y personalista de nuestro Estado en formación. Y como parte central de ello, la participación –o intromisión– de sus allegados, élites o familia de quienes ejercen el poder. Todos le temen a la “disminución de su autoridad”. En su ensayo La clase política, Gaetano Mosca analiza el aspecto de la influencia de la herencia como uno de los rasgos de las sociedades en formación: “la clase gobernante está definitivamente restringida a un cierto número de familias y el nacimiento es el único criterio que determina la entrada a la clase o la exclusión de la misma”, apunta. Desde la época colonial nuestro país ha estado organizado según la “importancia” de las familias y serán estas familias las que compondrán el poder, directa o indirectamente.

La autoridad, con una tendencia correccional y proteccionista más que organizativa hacia el pueblo y personalista dentro del gobierno, se empieza a desarrollar de manera dualista, una cosa es el gobierno, otra el pueblo. Michel Foucault hará referencia a una concepción binaria de la sociedad: “dos grupos, dos categorías de individuos, dos ejércitos enfrentados”, dice[3]. La realidad del país es ignorada así como la naturaleza y necesidades de sus habitantes. Desde muy temprano, el pueblo percibe al gobierno de la misma manera. No sólo se acostumbra a odiar al gobernante, sino a aceptar dicha situación. Podemos identificar otras raíces de esta tendencia ante las desavenencias, conflictos e incluso la imposibilidad de salir adelante para encontrar algunas respuestas a la pregunta de por qué el guatemalteco, a lo largo de su historia, ha permitido que su gobernante asuma una política que parece ir en contra de sí misma.

La historia de Guatemala nos da varios ejemplos. El traidor que nos gobierna traiciona al pueblo desde el inicio y no se concibe a sí mismo de ninguna manera –no podría mantenerse en el poder de otra manera- sino como un tirano. Aún cuando la democracia llegue, que llegará tardíamente y a medias, la tiranía se mantendrá. Esa tiranía que tras la máscara de la democracia nos seguirá gobernando es la de la ignorancia, la de la religión y su pensamiento dogmático, el miedo a causa de la inseguridad y la insalubridad, y la del control, por mencionar algunos aspectos que han llegado a gobernar el imaginario colectivo y dado lugar a este estado de “resignación” en que hemos estado sumidos por tanto tiempo.

Ya las Reformas Borbónicas habían mostrado que la mera acción política no era suficiente. Si ésta no estaba precedida por una transformación de la estructura social ni un examen de su fundamento, difícilmente se lograría un verdadero cambio. El intento de imponer nuevos órdenes en un lugar donde las cosas se habían ido dando en función del entendimiento superficial que tenía de sí mismo ­–y del conflicto que ese “entendimiento” había generado– no resultaría entonces ni lo hará nunca. A España nos unía ya sólo la inercia. No sólo sus instituciones no habían podido aplicarse de manera efectiva en estas tierras sino nosotros, pensándonos dependientes de aquéllas, no habíamos sido capaces de plantearnos algo más. Las autoridades locales, hambrientas de poder, aprovecharon la situación. La independencia llegaría en ese contexto. Los criollos se liberaron de la burocracia peninsular pero nunca existió una propuesta real de cambio de estructura. El lenguaje “moderno” habrá sonado encantador pero no dará lugar a una nueva nación, sino a la consolidación de las clases dirigentes, que se veían a sí mismas como las “herederas” del régimen español.

La relación de poder va a ser entonces una de dominación. Una estructura compuesta por una minoría organizada y una mayoría desorganizada, que podemos identificar de manera generalizada en los estados modernos pero que en el contexto local nos brinda un entendimiento más claro de la complejidad de nuestra política.

“De hecho es fatal la prevalencia de una minoría organizada, que obedece a un único impulso sobre la mayoría desorganizada que se encuentra en una situación que llamaremos pasiva. La fuerza de esta minoría es irresistible frente a cada individuo de la mayoría, el cual se encuentra aislado ante la totalidad de la minoría organizada; al mismo tiempo se puede decir que ella se encuentra organizada por la razón de ser minoría.”,

apunta Mosca. Esa minoría se ha entendido a sí misma como “poderosa” y en gran parte de la historia de Guatemala la mayoría a aprendido a entenderse sólo a merced de aquélla.

LA RELIGIÓN Y LA IGNORANCIA COMO ALIADAS

El siglo XX nace con la afirmación Nietzscheana de que “Dios ha muerto”. Michel Foucault parte de esa base y desarrolla una teoría de un hombre divinizado, sujeto de su propia conciencia y libertad que también habría muerto con Dios. Esa doble muerte implica no solo el llamado a la liberación de la norma y los marcos de referencia establecidos a lo largo de la historia, donde conceptos como bueno y malo, ética y moral se habían perpetuado a través de la lente cristiana, sino también a la desvinculación del hombre con la imagen de Dios. A partir de esa idea se retoma la visión de Maquiavelo de un hombre que no es naturalmente bueno y se parte del análisis de la historia desde la perspectiva del verdadero potencial (o defecto) humano. Estos autores encuentran necesario romper con los esquemas y apuntar a una nueva forma de entendernos, entender nuestra historia y nuestras instituciones. Foucault, más que un realista es un historiador crítico que entiende la historia no como una continuidad sino como una discontinuidad, donde no se puede establecer reglas generales o sacar conclusiones aplicables a diversas sociedades y épocas. En el sentido del análisis crítico e histórico, Foucault resulta una línea continua de los autores antes mencionados.

Ese desencantamiento del mundo que implica la era contemporánea, sin Dios, es sin embargo algo más reservado a las élites intelectuales y científicas, principalmente en países del llamado “primer mundo”. En casos como el nuestro, la concepción de un desencantamiento o una “liberación” de la religión y sus preceptos parece aún bastante lejana. Nuestra cultura y nuestro sistema parecen más los de una resistencia al desencantamiento. ¿Por qué? ¿En función de qué? ¿No es acaso el avance científico y tecnológico “la puerta a la razón, el conocimiento y el progreso”? ¿No es la emancipación del pueblo del pensamiento dogmático lo que podría brindarle autonomía intelectual y moral y con ello la búsqueda de un “bien común” más allá de un concepto moralista? Quizás sean estos sólo pocos ejemplos de lo que una sociedad libre del pensamiento dogmático podría alcanzar.

La principal, y casi única, forma de participación se ha conocido en nuestro país es la religiosa. La democracia no ha sabido darnos, todavía, esa posibilidad. En nuestra misma acta de independencia se lee: “Que siendo la independencia del gobierno Español, la voluntad general del pueblo de Guatemala, y sin perjuicio de lo que determine sobre ella el Congreso que debe formarse, el Sor. gefe  Político la mande publicar para prevenir las consecuencias que serían temibles en caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”. Es una “voluntad” impuesta y a la vez despojada. Una participación restringida desde el inicio.

La religión se impregnó desde la colonia en nuestra sociedad a modo de refugio y siguió siendo en el imaginario colectivo el único lugar seguro en medio de un sistema del que muchas veces nos consideramos ajenos. Salir de ese refugio (individual y colectivo) nos da miedo pues no sabemos qué es lo que realmente hay afuera. En ese sentido el pueblo está alienado: se siente parte de algo a lo que es ajeno y niega su realidad por considerarla ajena. El Estado ha aprovechado, desde una perspectiva circunstancial más que maquiavélica, esa herramienta, utilizando, por ejemplo, la “cultura” (lo que llamamos también “tradiciones y costumbres”) como una exaltación y prolongación de ese sentimiento. Por otro lado, el Estado ha sabido no sólo cómo privar a la mayoría del acceso a la educación, la salud y la alimentación sino también cómo establecer un sistema que se fundamente en esa privación, lo que Foucault llama “operadores de la dominación”[4]. La religión juega un papel central en la “aceptación” de la dominación.

Los gobiernos conservadores mantuvieron al centro de la vida política y social a la Iglesia Católica. Cuando la Reforma liberal llegó a finales del siglo XVIII, dicha reforma no era más que una utopía: el liberalismo y el catolicismo se contradicen desde la base. La mentalidad religiosa (conservadora) va a ganar esa batalla por tradición y con ello el poder no hará sino reforzarse. El mismo líder revolucionario, Justo Rufino Barrios, no se concibe a sí mismo sino en un puesto totalitario. La puerta ya estaba, entonces, abierta para los grandes dictadores. Las relaciones de sometimiento concretas fabrican al pueblo. Es por ello, agrega Foucault, que no podemos preguntarles cómo, por qué y en nombre de qué derechos pueden aceptar dejarse someter. Más bien se trata de comprender en qué sentido el orden establecido responde y se alimenta de un sistema fundamentado desde sus inicios en el sometimiento. Max Weber habla de Estados tradicionales, por un lado, y carismáticos, por otro, pero los gobiernos guatemaltecos parecen haber sabido responder a ambos a su manera. Una sociedad basada en la tradición necesita de esta para tener garantía de la veracidad o validez de las cosas pero siendo ésta una tradición centrada en la expectativa de “milagros”, la ilusión carismática ha sabido seguir el juego. Nuestros políticos, más allá de las leyes y la realidad, desarrollan discursos que respondan a ese “imaginario”. El gobernante se ve a sí mismo como un hacedor de milagros –omnipotente– y se presenta ante el pueblo como tal. El pueblo, que espera esos milagros, lo recibe entusiasmado y con ciega fe. Mientras que en muchos países occidentales la ciencia celebraba el triunfo sobre la religión, en Guatemala la religión seguiría jugando un papel central en la vida y en la política. De hecho, en pleno siglo XX, la Iglesia Católica adquirió mayor fuerza como institución, de la mano de una posición jurídica más favorable, tras haber llevado a cabo una campaña efectiva para influir sobre la Constitución de 1956 y aún hoy pretende tener un papel central en la opinión política y la educación.

En nuestra sociedad la Iglesia a tenido siempre esa “tendencia a monopolizar el conocimiento y obstaculizar la difusión de los métodos y los procedimientos que hacen posible y fácil el aprendizaje”, que menciona Mosca al referirse a los Estados antiguos. Y no porque la Iglesia tenga a estas alturas una incursión directa en la educación pública y privada (con excepciones) o en el acceso a la información sino más bien en cómo ésta a construido una visión, compartida por una gran mayoría, que resulta totalmente contradictoria a la “cultura verdaderamente científica” a la que Mosca hace también referencia, agregando: “sólo en un estado muy avanzado de civilización y, sólo entonces, se abre el acceso a la clase gobernante para aquéllos que la poseen”[5].

El “Estado laico” prometido en nuestra constitución realmente nunca se definió como tal y es el punto once del acta de independencia el que más eco sigue teniendo: “que la religión católica, que hemos profesado por los Siglos anteriores, y profesaremos en lo sucesivo, se conserve pura e inalterable, manteniendo vivo el espíritu de religiosidad que ha distinguido siempre a Guatemala, respetando a los Ministros eclesiásticos y regulares, y protegiéndoles en sus personas y propiedades”[6].

De la misma manera que el pensamiento religioso tiene una fuerte influencia en el deseo o resistencia de aprender y transformarse en la sociedad, también lo tiene en la tendencia del guatemalteco a dar por sentado el hecho de que no tiene ni puede tener acceso a información que le concierne: esto se refleja así, por ejemplo, en el monopolio de la legislación: los abogados como sacerdotes que dejan a su discreción la interpretación de la norma, de la mano de la falta de una formación ciudadana en el sistema educativo, manteniéndonos en el “tosco empirismo”. “Si una nueva fuente de la riqueza se desarrolla en una sociedad, si la importancia práctica de los conocimientos crece, si la antigua religión decae o nace una nueva, si una nueva corriente de ideas se difunde, simultáneamente ocurren fuertes dislocaciones en la clase gobernante (…) Las clases políticas decaen inevitablemente cuando no pueden ejercer más la cualidad por la cual llegaron al poder o este perdió su importancia en los ambientes en los cuales viven.”[7] En Guatemala esa transformación no se dará hasta que abandonemos la visión personalista, idealista y cortoplacista –alimentada por el pensamiento dogmático en que el pueblo está inmerso–, sobre la que nuestro Estado está fundamentado y de la mano de ello sepamos hacer los cambios pertinentes en todas las instituciones que lo conforman y que actúan como “operadores de dominación” o instrumentos de la tiranía pseudodemocrática: entre éstos la religión y la educación.

No podemos negar que el aspecto religioso y su práctica dogmática juegan un papel importante en la sociedad guatemalteca y continúa siendo aún hoy la base del pensamiento de una gran mayoría, para quienes más que una convicción es una privación de la autonomía, la capacidad de pensamiento crítico, la apertura, la empatía y la comprensión de nosotros mismos y de nuestra historia. En el libro II de sus Discursos Maquiavelo escribe: “Nuestra religión ha tendido a glorificar hombres humildes y contemplativos más que hombres de acción. Más aún, ha proclamado que el bien más preciado se encuentra en la humildad, la modestia y el desprecio por las cosas humanas. (…) Si nuestra religión exige coraje de un hombre, lo hace para que pueda sufrir más que para que haga algo audaz.”[8] De la misma manera, parece ser la actitud de “resignación” la que ha caracterizado, en gran parte, al guatemalteco a lo largo de su historia.

La mente dogmática está en contradicción con la mente científica, la mente histórica y la mente creativa. Más allá que el conocimiento científico como posibilidad del desarrollo de tecnologías y dominio de la naturaleza, la mente científica nos brinda la posibilidad de aprender a ver de manera crítica y analítica, establecer valores y considerar evidencias. En la práctica esta forma de pensar puede brindarnos la posibilidad de hacer transformaciones en nosotros mismos, en otros campos y en nuestro entorno. La mente histórica, por otro lado, nos abre los ojos a nuestra verdadera esencia, necesidades y respuestas así como la comprensión de cómo nuestras acciones pueden tener consecuencias. Mientras esas tendencias no sustituyan el pensamiento centrado en dogmas (y no sólo religiosos sino también ideológicos) no se darán las dislocaciones necesarias para trasformar el sistema inmovilizador y caduco que nos gobierna.

UN ESTADO CONTEMPORÁNEO Y CADUCO

Con la independencia de la corona española, Hispanoamérica se convirtió en un proyecto indeterminado. Sin identificar una tradición con la cual continuar, decidió inventar un futuro. Ese futuro, planteado desde el inicio como un ideal es también una utopía, la cual se convertirá en una concepción permanente del Estado. La crítica es ajena a nuestra tradición. Las ideas, más que partir de la realidad, la enmascaran. La sociedad moderna no nos llegó en la realidad sino sólo en palabras. Parecíamos desde el inicio condenados a la inmovilidad y la mera supervivencia. Tras la breve anexión a México y la emisión de la Constitución Federal, se dio paso a una guerra civil –la pugna entre liberales y conservadores– que terminaría con la unidad nacional, instituyéndose como cinco repúblicas independientes cada uno de los Estados de la Federación. Más que como el primer fracaso podemos ver este suceso como el primer experimento de la política en la región. En la imagen del libertador aparece desde temprano la del dictador, se mezclan, se confunden, resultan ser lo mismo. Rafael Carrera se impone como representante de un gobierno conservador por treinta años.

“Las nuevas repúblicas fueron inventadas por necesidades políticas y militares del momento, no porque expresasen una real peculiaridad histórica. Los “rasgos nacionales” se fueron creando más tarde (…). Siglo y medio después nadie puede explicar satisfactoriamente en qué consisten las diferencias nacionales», escribe el mexicano Octavio Paz.

El nacionalismo, término puramente moderno, entendido principalmente como unidad territorial, política y cultural parece ser entendida aquí como una mera identificación con un nombre cuyo significado se desconoce y un territorio definido sólo por sus fronteras. Los elementos y artefactos propios de una identidad nacional no juegan ningún papel importante en la educación ni en la vida pública. La política y la cultura no hablan ni reflejan esa cohesión que la nacionalidad en su fundamento implica. Cuando no hay identificación ni adhesión esa nación no es sino una idea y la idea de nación sigue siendo difusa también por sí sola. La sociedad, bastante desintegrada en sí misma, parece seguir buscando su fundamento en una política que no ha sabido dárselo.

Mosca sugiere que en un período de saturación retórica o ideológica, la crítica a la formalidad de los ideales y el llamado a la realidad de las relaciones de poder puede convertirse en la vía para una comprensión adecuada de la política. Además de que nuestra saturación ha sido más de carácter religioso y doctrinario, la falta de conocimiento de la realidad ha sido una característica inherente al planteamiento político en Guatemala desde su inicio. Tras la Segunda Guerra Mundial, la imitación de los modelos del capitalismo autoritario se dio tan alejada de la realidad como lo harían los del “socialismo real”. La práctica de la “prueba y error” se vuelve parte del quehacer político pues cada proceso de cambio o transformación se entiende realmente como un proceso de “construcción” ­–una construcción desde cero– y no como una reconstrucción ya que no hay referencias anteriores, no existen Estados a “restaurar”. Pasamos, así, de la “dictadura perfecta” a la democracia imperfecta, como escribe Carlos Fuentes.

Los regímenes “herederos” de la Reforma Liberal mantuvieron su carácter despótico hasta la caída de Jorge Ubico en 1944. Esos 73 años de dictaduras dejaron una marca en la cultura y en la política nacional aún no superadas hoy. Si bien se habla de desarrollo económico, esta no puede ser la única manera de “medir” el desarrollo de un país pues el mismo sólo se da en pequeñas fracciones de la sociedad. Como afirma Durkheim, el Estado tiene dos funciones básicas: cuidar de la ciudadanía y conducir a la sociedad al logro de su fin, la determinación de cuál es ese fin no corresponde al Estado, sino a la sociedad nacional que le da origen. La desconexión casi absoluta de aquéllos dictadores con la sociedad, principalmente la población indígena, nos aleja totalmente de ese planteamiento.

La incapacidad de crear una nueva legalidad para una nueva realidad es parte del carácter político local. De Estrada Cabrera a Jorge Ubico, la base histórica es la historia “oficial” liberal que se distribuía en panfletos, rechazando la historia anterior a través de la crítica al “conservadurismo” y la exaltación de la “liberación”.[9] Ilusiones y mitos inspiran mitos históricos. El pequeño desarrollo económico producido en los años veinte y luego de la Segunda Guerra Mundial no hace sino dar lugar a más poder. La industrialización promueve el desarrollo de unos cuantos mientras la sociedad en general se mantiene alejada, no en oportunidad económica desde el punto de vista marxista sino alienada desde el punto de vista cultural y político, para empezar. El impacto económico puede ser visto como consecuencia de ello. La tradición constructiva de la política propuesta desde Aristóteles, cuya principal característica es la virtud, donde la cultura, la tradición y el respeto tienen un papel central, encontró poco entendimiento o aceptación en Guatemala. Infraestructura y policía estricta fueron los aportes principales de Jorge Ubico (1931 -1944)[10], cuyo gobierno es visto por muchos como una época de “desarrollo”.

Nuestra Revolución estaba colmada de ideologías extranjeras esperanzadoras pero también utópicas.

“Las revoluciones generalmente se fundamentan en el sentimiento, no en la razón”, apunta Mosca[11].

La Junta de Gobierno estableció nuevas bases políticas, derogando la Constitución de 1879 y se promulgó una nueva, de la mano del gobierno de Juan José Arévalo. A diferencia de la Revolución mexicana, la nuestra no dio como resultado un re surgimiento cultural ni ayudó a definir una identidad nacional sentada en valores heroicos que invitaran a la consolidación social. 1945 fue un año de optimismo y euforia para las viejas y nuevas generaciones: “había nuevas expectativas de vida política, que se anhelaba democrática y moderna, con justicia social, libertades cívicas y políticas.“[12] Pero a pesar del breve renacimiento cultural que el gobierno de Arévalo significó, la política posterior parece exacerbar las diferencias sociales y se sigue desarrollando de manera binaria o dualista. Obedeciendo a la observación del realista Roberto Michels, la élite se preocupa por el poder mientras las masa sólo por la mejora de sus condiciones materiales[13], en este caso lo más básico. No será sino hasta a finales del siglo XX que se comenzará a “vislumbrar” la realización de los anhelos democráticos, si bien sin gran éxito.

La época de la Guerra Fría trajo consigo la ola comunista y anticomunista y con ello la mentalidad de posturas contrarias y extremas. Jacobo Arbenz, que llegó al poder en 1951, fue víctima de ello. Los regímenes militares estaban a la vuelta de la esquina, reviviendo o resaltando el uso de la fuerza como principal herramienta para el poder y el poder como única fórmula política. “Al final sería la búsqueda por el poder, y no por la primacía nacional, política, legal o social, la que ganaría la mayoría de las batallas. La concentración del poder en una sola persona (tlatoani, monarca, virrey, emperador, presidente, caudillo, jefe o estadista) ha representado la norma histórica a lo largo de los siglos[14]. Ese es el caso de Guatemala. La Constitución de 1956 fortaleció el poder presidencial, recuperando el control legal sobre las fuerzas armadas[15].

El Conflicto Armado Interno y sobretodo el inicio de los años ochenta da lugar a un aumento de la violencia e implica un estancamiento político de treinta años. Una época caracterizada por conspiraciones, enfrentamientos armados principalmente en el interior de la República y persecuciones y desapariciones en la ciudad. Líderes políticos y estudiantiles caían en medio de un ambiente donde la imposibilidad reinaba sobre todas las cosas. Preguntarse si la fuerza debe usarse o no en una sociedad, como afirma Vilfredo Pareto, no tiene sentido pues la fuerza siempre será usada por aquéllos que desean preservar cierta uniformidad y por aquéllos que desean traspasarlos y la violencia de unos sólo existe de frente y contraste a la de otros[16]. El estado permanente de pugna y de enmascarada realidad profundizó el miedo y la desconfianza. Mientras algunos grupos sociales confiaban en la fuerza del Estado para detener la insurgencia con la máxima dureza, pues los secuestros y asesinatos de personas de influencia desestabilizaban su vida cotidiana, otros ponían sus esperanzas en un resultado que liberase a la sociedad de la tiranía militar, la incongruencia del Estado y la ignorancia. Pensar que este conflicto resolvería los problemas del país, problemas que venían gestándose desde hacía siglos, sin tomar en cuenta la realidad y la historia, quizás era al final de cuentas idealista. Sin embargo la reacción, desde algunos puntos de vista “extrema”, de muchos estudiantes y ciudadanos respondía a los excesos de los gobernantes y a esa falta de coherencia del Estado.

Como hemos visto en varios puntos de la historia, cuando una situación toca fondo y ésta converge con la difusión de ideales o ideologías esperanzadoras –en este caso esa traducción elaborada que los socialistas habían hecho a partir de Marx– un pueblo se arma de valentía y se lanza, a veces cegado por el impulso romántico, en búsqueda de una reconstrucción social.

“Dentro de los límites de tiempo en que el racionamiento humano sea posible, el optimismo seguirá siendo el privilegio exclusivo de los pensadores utópicos”, anota Michels.

Cuando la paz llega la resolución no es clara. La democracia se convierte en el único estandarte de “paz y libertad” a partir del cual se vuelve a querer crear un futuro. La violencia termina, hasta cierto punto, pero no podemos afirmar que la situación mejora. Dice Pareto que para evitar la violencia la clase gobernante recurre a la “diplomacia”, el fraude, la corrupción. “El individuo que mejor conoce las artes de minar la fuerza de sus enemigos (…) y de recuperar por fraude y engaño a lo que parecía haber renunciado bajo presión de la fuerza, es ahora líder de líderes”[17]. La violencia ha adquirido distintos nombres y escenarios pero sigue siendo parte de la política nacional. Por otro lado, las clases pudientes no están menos involucradas en el gobierno que las de los siglos anteriores siendo parte también del sistema de corrupción. Con la llegada de la democracia, el poder principal vuelve a ser el del dinero. Aún hoy algunos empresarios aseguran su riqueza por medio de favores, financiación de costosas campañas e involucramiento en el discurso político.

Durante la época del terror francés, Saint-Just pregunta: “¿crees que alguien puede gobernar inocentemente?” y más tarde Jean Paul Sartre, en su obra “Manos Sucias” confronta al público de manera similar: “utilizáis la pureza como pretexto para no hacer nada. No hacer nada, permanecer inmóvil, apretar los puños, llevar guantes (…) ¿Piensas que se puede gobernar limpiamente?”[18]. Esa afirmación maquiavélica responde a la realidad y no a la utopía. Uno de los problemas del planteamiento político radica en que se ha considerado que la política existe en función de “hacer el bien”. La realidad no es la ideal y difícilmente podrá llegar a serlo.

Como no vivimos en un mundo ideal y la perspectiva de progreso desarrollada en la ilustración caducó hace casi un siglo, la política no puede seguir sentando sus bases en ello. En un país como Guatemala, la realidad es compleja y las perspectivas de la misma son innumerables. Lo que nos queda es la historia. En la historia encontramos la causa, la consecuencia, las ideas y las motivaciones que llevaron a la construcción de esta nación prematura. La identidad nacional aún no existe como tal pues negamos nuestra cultura y así no encontraremos valores que rescatar de ésta. Mientras sigan existiendo gobiernos fundamentados en el poder, el adoctrinamiento y la dominación (encarnada por la corrupción, la farsa, la negación del pasado, la falta de servicios básicos y la ausencia de herramientas sólidas de pensamiento) y que sepan estar a la altura de las circunstancias, sean cuales sean, será difícil comenzar a buscar esos valores. El pueblo también juega un papel central:

“es muy difícil derrocar a una clase gobernante que sea adepta al uso perspicaz de la estafa, el fraude y la corrupción; y aún más difícil de derrocar cuando ésta ha absorbido a la mayoría de los individuos de la clase subyugada con esos mismos talentos, que son expertos en esas mismas artes”[19].

¿Pero qué viene primero, la identidad nacional y la definición de un plan político consensuado o la garantía de servicios básicos? ¿La educación del pueblo, que sea capaz de elegir sabiamente un gobierno eficaz o un gobierno que garantice la educación del pueblo? “Casi todos piensan, con un optimismo heredado de la Enciclopedia, que basta con decretar nuevas leyes para que la realidad se transforme”, dice Octavio Paz.[20] Como el dilema del huevo y la gallina, el debate puede ser interminable, pero no indefinible y las pistas puede que estén en nuestra historia.


[1] Mosca, Gaetano, La clase política. P. 11. americo.usal.es/iberoame/sites/default/files/Laclasepolitica.pdf

[2] Dym, Jordana. El Poder en la Nueva Guatemala. “LA ÉPOCA COLONIAL EN GUATEMALA”. Coordinación Herrera, Robinson y Webre, Stephen. Editorial Universitaria. P 169.

[3] Foucault, Michel. “DEFENDER LA SOCIEDAD”. Fondo de Cultura Económica, 2000. P. 56

[4] Foucault, Michel. “DEFENDER LA SOCIEDAD” Fondo de Cultura Económica, 2000. P. 50

[5] Mosca, Gaetano, La clase política. P 7. americo.usal.es/iberoame/sites/default/files/Laclasepolitica.pdf

[6] Acta de Independencia de Guatemala, 15 de septiembre de 1821.

[7] Mosca, Gaetano, La clase política. P 10. americo.usal.es/iberoame/sites/default/files/Laclasepolitica.pdf

[8] Maquiavelo. “DISCURSOS SOBRE LA PRIMERA DÉCADA DE TITO LIVIO”.

[9] Luján Muñoz, Jorge. “HISTORIA GENERAL DE GUATEMALA”. Tomo V. Sociedad de Amigos del País. 1997. P. 7

[10] Luján Muñoz, Jorge. “HISTORIA GENERAL DE GUATEMALA”. Tomo V. Sociedad de Amigos del País. 1997. P. 5

[11] Curtis, Michael. “THE GREAT POLITICAL THEORIES” Harper Perennial Modern Classics, 2008. P. 322

[12] Luján Muñoz, Jorge. “HISTORIA GENERAL DE GUATEMALA”. Tomo VI. Sociedad de Amigos del País. 1997. P. 3

[13] Curtis, Michael. “THE GREAT POLITICAL THEORIES” Harper Perennial Modern Classics, 2008. P. 321

[14] Kreuze, Enrique. Biografía del poder: Caudillos de la Revolución Mexicana (1910 – 1940). México 1997. P. 18

[15] Luján Muñoz, Jorge. “HISTORIA GENERAL DE GUATEMALA”. Tomo VI. Sociedad de Amigos del País. 1997. P. 82

[16] Curtis, Michael. “THE GREAT POLITICAL THEORIES” Harper Perennial Modern Classics, 2008. P. 327

[17] Curtis, Michael. “THE GREAT POLITICAL THEORIES” Harper Perennial Modern Classics, 2008. P. 329

[18] Sartre, Jean Paul. “MANOS SUCIAS” (Consulta en Internet).

[19] Curtis, Michael. “THE GREAT POLITICAL THEORIES” Harper Perennial Modern Classics, 2008. P. 330

[20] Paz, Octavio. “EL LABERINTO DE LA SOLEDAD”. Cátedra, 2004. P. 265.

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