El viajero es un solitario: de alma y de corazón solitarios. El extranjero es ese que busca lo que siente que le falta en los lugares más lejanos; siempre insatisfecho porque no lo encuentra, pues no sabe exactamente qué es lo que le falta. Para álguien que no ha crecido dentro de una familia de camaradas debe ser más fácil instalarse en ciudades lejanas. Le debe factible la atracción por la lejanía. La nostalgia le es ajena.
Aquellos solitarios conquistadores de nuevos mundos, aquellos nómadas poetas que suspiraban por el lejano oriente, ésos románticos de otros tiempos que sin dejar nada dejaban todo atrás. Los paisajes inspiradores, las culturas ejemplares. Delta, alfa y omega por descubrir, mares y ríos kilométricos por atravezar. Los solitarios se quedan, son ellos los que pueden quedarse, adaptarse, acostumbrarse una cotidianidad de la que no son parte.
A veces todos quisiéramos ser ese solitario. Convertirnos por un tiempo en algo que no pertenece a nada, que no es parte de nada, que no siente que le falta un pedazo estando lejos de casa. Exiliarnos en un isla, un lugar perdido en dónde todo sabe diferente, y escribir libros magistrales, hacer arte, hasta canciones; y no ser nada, absolutamente nada, aparte de nosotros mismos. Los viajes son las comadronas del pensamiento. Sacar todos los monstruos interiores a chorros en tierras desconocidas, y dejarlos allí. Saciar el deseo de algo vano que no encontramos en casa. Ver por la ventana un paisaje que no es el nuestro, que no va a serlo nunca, como un estómago incapaz de digerir algo que nos gusta consumir. Ángeles y demonios nuevos y viejos en el fuego, en el bosque, en la arena de la playa. Es enriquecedor, pero siempre duele. La distancia duele. La lejanía.
La felicidad del solitario es efímera, es una especie de fantasma que lo sigue y lo deja, y se aparece inesperadamente, para desaparecer después. La del nostálgico es más auténtica, todo lo que ve quisiera compartirlo con su gente, quisiera llevarlo en trocitos, o en diferentes porciones a casa, pero su felicidad tampoco es duradera, pues por momentos la nostalgia le cubre los paisajes, los castillos, los ríos, los mares.
La chimenea está llena de telarañas. Van cayendo, negras por el humo, una a una. El calor empieza a extenderse, finalmente. El bosque afuera es negro y demasiado silencioso, un silencio profundo lleno de murmullos desconocidos. La leña cruje.
Forte dei Marmi, invierno 2006.