Quisiera lanzarme del puente
al río aquél de tranquilidad profunda.
Caer. Volar. Más rápido que las lágrimas,
más lejos que el ardor que me jala el rostro.
Alcanzar el fondo. Sumergirme,
sintiendo entrar por mi boca y mi nariz fríamente
el agua clara y tibia,
disfrutar que mis pulmones se llenen,
dejar de respirar.
Quisiera ensartarme una por una
las agujas de la verdad,
empujar con fuerza entre mis venas.
Romperlas. Rasgarlas en tiras.
Ensuciarme
de la negra y espesa esperanza
de que se unirán de nuevo
y gritar llamando a nadie
esperando a que me salve
de mi misma,
que me saque y que me limpie por dentro
para poder seguir
con esta puta hipocresía.
Me gustaría, justo ahora, levantarme,
caminar hacia el frío,
abrir la puerta de un hogar maternal
y recibir, de golpe, un abrazo…
Sería tan bello tener a alguien en este momento
(¿consuelo?) o, en su defecto,
poder disfrutar de la querella agujereante
de palabras y de golpes.
Entonces me soltaría,
daría la espalda
y me dispararía en la sien
tratando de alcanzar un cielo abierto sólo para mí.
Desde arriba pediría perdón, –o ayuda–
para volver y seguir
con este sufrimiento
humedecedor.
2000
*Imagen: Cindy Sherman