ESCRIBIR DESDE EL CLAROSCURO*

 El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos.

—Antonio Gramsci

Son muchas bestias y muchas cabezas, mucho más allá de la humanidad. Muchas cabezas y cabezazos, por consiguiente, otras tantas Testas virtuales, porque oímos cabeza y test en Testa, la cabeza, el examen y el encabezonamiento y, también, todos los hombres y todas las bestias con testes, y también testar (en justicia o en derecho), y testimonial, o testamento, o testis, testículos: el tercero (terstis) y el testimonio.

—Jacques Derrida,  La bestia y el soberano

Desde la no localidad que describe la física cuántica, pensar en o desde nuestra localización no tiene ya que ver sólo con una ubicación geográfica y temporal sino con las conexiones de las que formamos parte y las relaciones de las que participamos. Así, hacer filosofía hoy -el problema que nos convoca en espacios académicos y de intercambio de ideas- no se restringe solamente a dar cuenta de estos tiempos problemáticos, de denunciar la barbarie que se reproduce indefinidamente en nuestras pantallas, de reclamar otros modos de ser, de organizarse, de re-orientar los acontecimientos, reconociendo que todes estamos en esto, si bien no de la misma manera. 

Acaso podamos imaginar mundos más justos, equilibrados, conscientes, responsables. Unirnos a partir de este desasosiego compartido para seguir resistiendo, desde las humanidades, las mismas que reducen lo inenarrable a narrativas con sujetos, objetos, epistemologías, fórmulas teóricas, propuestas políticas, cuestionamientos éticos… Pero la modernidad como tradición iluminista, racional, universalista y democrática parece haber llegado a su fin -muchos así lo diagnostican- no solo a causa de la así llamada Ilustración oscura encarnada en los (neo)fascismos actuales, sino como consecuencia de su propio proyecto. Las posibilidades de transformación que se abrieron ya hace varias décadas quedaron clausuradas en el neoliberalismo como expresión máxima del desarrollo tecnocientífico. No existe en la actualidad ninguna forma de vivir, disponible para los seres humanos, que no implique destrucción. No es casualidad que la cuarta revolución industrial y la sexta gran extinción vayan de la mano.

En los años 80 del siglo XX, en una obra que denominó una “biohistoria y descripción de los ecosistemas de Guatemala y su alteración histórica por el modelo capitalista periférico” Mario Payeras advertía sobre los riesgos del efecto invernadero y sus efectos climáticos a corto y mediano plazo (La latitud de la flor y el granizo). Sin embargo, la economía de datos, la crisis climática y las nuevas posibilidades biotecnológicas (como la edición de genes CRISPR o la minería espacial) y los microfascismos algorítmicos, se fueron sumando al geno/eco/cidio ya pre-establecido por arreglos particulares y cuyo cauce se ha ido intensificando en los últimos años.

En su reciente libro Desertemos (2024), el filósofo italiano Franco Bifo Berardi escribe que la Modernidad estableció la felicidad como horizonte histórico, el resultado de un programa orientado a superar las contradicciones del presente. «De este modo, el pensamiento moderno a menudo alimentó el fanatismo totalitario de la política, que identifica o impone un modelo de felicidad obligatorio, y pretende que la existencia se ajuste a él. En el siglo XX la promesa de felicidad ha motivado la violencia, la opresión, el encarcelamiento, la tortura, el exterminio»(118). Pero en el siglo XXI la esperanza política queda definitivamente agotada y «el deslumbramiento electrónico del fanatismo económico proclama el nuevo horizonte de la felicidad: el consumo, la competencia, la libre empresa. La alianza de la economía con las nuevas tecnologías ha proclamado la promesa de la expansión ilimitada del consumo y de las comunicaciones, y ha visto en este binomio la vía posmoderna para la felicidad» (Desertemos 118). Lo que se había construido como una ideología de la liberación fue deviniendo, realmente, un fenómeno de desregulación. Bifo subraya: «Se rompieron las reglas para que solo quedara una en vigor: la regla de la competencia total, la que vuelve precaria toda relación y cualquier expectativa de futuro» (Desertemos 118).

¿Cómo dar fe entonces de la derrota? ¿Qué podemos hacer desde las ruinas provocadas por un capitalismo terminal? ¿Qué tipo de registro estamos llamados a generar? El dramaturgo y poeta chadiano Koulsy Lamko dice que para poder dar testimonio hay que violentarse, romper al sujeto, abrirlo. De manera similar, Gloria Anzaldúa (Light in the Dark) apunta que «para sanar debemos ser desmembrades, desarmades. La recuperación ocurre en la desintegración, en la degradación del ego como la única autoridad del yo» (29). Solo así es posible reconstruir lo que va más allá de la memoria. Y Deleuze y Guattari recuerdan que “La fabulación creadora nada tiene que ver con el recuerdo incluso amplificado, ni con una obsesión”. Se trata, más bien, de desbordar “los estados perceptivos y las fases afectivas de la vivencia. (Ser) un vidente, alguien que deviene” (¿Qué es la filosofía?, 172). Ya no se trata entonces de un testigo capaz de dar testimonio sino de un devenir-fabuloso. Sin sujeto, sin propiedad. Más bien, lo impropio, aquello que resulta de una intimidad entre desconocidxs, posesiones más que propiedades e imposiciones, vinculaciones más que humanas, presentes y ausentes, llamémosles también comunidades de desesperados (Bifo Berardi), intersección de fuerzas colectivas (Luis Othoniel Rosas, Animal colectivo y tiempo de la especie), “el sufrimiento eternamente renovado…, su protesta recreada” (¿Qué es?, 178): variaciones de la potencia de existir. 

En su libro Los escombros de la cultura. Restos de un pensamiento extinto (2023), David Collings escribe que la única forma de lo político que puede prevalecer para quienes perduramos en este estado de extrema emergencia es una política de la fragilidad: “Una solidaridad de los borrados y los olvidados, una mutualidad rota de aquellos condenados a desaparecer” (137). La perspectiva de esta clausura exige que pensemos en nuestra condición de otra manera, en términos de su cese potencialmente absoluto.

La historicidad del testimonio, no sólo como vivencia subjetiva, antropocéntrica, sino también como práctica de dar fe, dejar registro, participar de erigir monumentos y conmemoraciones, parece perder sentido y cerrarse de manera definitiva cuando la humanidad moderna ya no cuenta con un futuro, cuando el pensamiento ha dejado de estar orientado a lo que puede ser —a imaginar, todavía, condiciones de posibilidad (ese espejismo moderno)—. El problema de vivir cada vez mejor juntes, como proyecto político, ha fracasado. Bifo dice que no fue más que una falsedad filosófica. Pensar, entonces, en proyectos políticos alternativos para la resistencia o la salvación (volviendo inútilmente al mesianismo o la lógica cristiana blanca y antropocéntrica  de salvar a otres), no parece ser ya una vía disponible. “Ahora [que] estamos obligados a un éxodo que no se encamina a ninguna Tierra Prometida. [Ahora que] el planeta se incendia” (Berardi, Desertemos, 174), y que la eugenesia retorna como proyecto civilizatorio auto-aniliquilante a través de lo que Andrea Colamedici nombra como hipnocracia. Las posibilidades de lo posible, parece, se han cerrado. Collings prosigue: 

Nuestra convivencia ya no es una cuestión de población, ya no es algo que deba administrarse o gestionarse mediante los conocimientos instituidos del poder, sino a través de las relaciones directas entre los condenados, entre todos aquellos al borde de la disolución, humanos y no humanos por igual. En un mundo sin telos, sin fundamento, compartimos la condición de estar completamente expuestos, no solo a la muerte o a los trastornos de la corporeidad, sino también a la finitud de nuestras formas compartidas de persistencia. (137) 

Pero habría que recordar que “el cínico tiene el sueño ligero porque duerme sin sueños, y se despierta apenas lo llama el poder” (Desertemos, 53). Caer en la trampa del cinismo, en la ironía o la estetización del desastre como lo hacen los movimientos generados alrededor del concepto del antropoceno, implicaría una renuncia definitiva. La demanda de pensar nuestra condición no se cierra ante el abismo. El mismo Koulsy Lamko recuerda que después del genocidio de Ruanda “los muertos estaban más vivos que los vivos, que estaban atrapados en una piedra” (Apostamos…). Reconocer la agencia de los muertos permite concebir otros modos de continuidad relacional fuera de tiempo, a destiempo. La herencia es la prolongación (diferenciada) de la existencia. No hablamos entonces, tampoco, de un pensamiento apocalíptico, no hay Apocalypse Now porque cuando la modernidad humanista termina queda el dinamismo interminable del vacío, la zona del no-ser (humanos), donde todo es virtualmente posible. No es que se termine el mundo, es que hoy atravesamos uno de los tantos fines de mundo que este planeta ha experimentado. Y, como apunta Karen Barad: el vacío está lleno de anhelo, estallando con innumerables imaginaciones de lo que podría ser (¿Cuál es la medida de la nada?). 

La sobrevivencia, que nunca ha sido un proyecto filosófico, se presenta hoy como alternativa. Conformar vínculos de amistad motivados por esa potencia, un trabajo colectivo de duelo, un rito funerario ante el fin de la civilización humana. Desertar de la historia a partir de un principio de desesperación, apunta Bifo. Devenir-nada como devenir-espectral para imaginar lo inimaginable más allá de la vida y de la muerte como oposición binaria construida por el humanismo. Devenir-medium como en el espiritismo inmanente de los palabreros de los muertos en los pueblos afrocaribeños, prácticas trans-especies capaces de saltarse el yugo del tiempo, en las palabras de Luis Othoniel Rosas (Animal colectivo). Desertar, por eso, implica desobedecer a los mandatos de la identidad, del individualismo, el racionalismo capacitista, la re/producción heterocapitalista, la guerra…

La ética de la deserción “es finalmente la deserción del ser. Abandono primado del ser (humano) respecto a devenir otro” (Desertemos, 234). Expandirse, encontrar al otre-dentro, «nuestras otras nosotras / nuestros  otros nosotros» como escriben Jiménez y Ch’ok (44-45); devenir-multiplicidad, superposición de seres, devenires, aquís y allás, ahoras y entonces (Barad, «Diffracting Diffraction»). Desplazamiento, tránsito, nomadismo. Fantasma que está siempre «por aparecer y por (re)aparecer» (Derrida, Espectros de Marx 115), la actualización del pasado virtual, la presencia permanente de lo que podría haber sido, el mito que re-cuerda una historia que ha sido olvidada y borrada (Anzaldúa). Devenires no-humanos, entonces, como principio (sin fundamentación ni origen) de una ética afirmativa; un sí ontológico desde la experiencia misma del (auto)exterminio, dejándonos instruir o afectar por los mundos que han dejado, están por y que van a dejar de existir: ahí donde solo nos queda practicar la literatura de lo indecible, ante el desafío de un pensamiento ya no para o del futuro, y una escritura que no sea concebida como documento de registro o legado, sino de la palabra como cuerpo (material), donde cada palabra convoca (invoca) otras: siempre intercambio, flujo, diferencia, intra-acción… abrazar la vida como agencia –distribuída–, en continua transformación, como winaq. Saber que se puede estar en la vida sin ser/estar winaq: cuando no se es capaz de responder, ma tz’eel tnaab’il, que se deja de ser winaq cuando se pierde la razón, la mente, la conciencia (Jiménez y Ch’ok 74), es decir, cuando dejamos de ser imputables. Devenir-winaq como respuesta, es «darle vida a la palabra para cumplir un compromiso […] [cuando] la palabra adquiere vida» (Jiménez y Ch’ok 63). Cultivar un pensamiento terminal -escribir como modo de acompañar lo que sucede sin negarlo- es “trabajar con el pensamiento impensable de la terminación” (Collings 7). No hacer archivo ni monumentos, ni practicar representaciones (la trascendencia pertenece al Estado, al capital y la tecnociencia) que posponen ya siempre modos de existencia no humanos y más que humanos, sino responsabilizarnos de nuestra propia implicación en la destrucción del medio ambiente y desde el interior de las ruinas, examinar y enactuar los escombros del pensamiento. En su novela la Falena de las colinas, Lamko escribe:

Si uno quisiera revolver el fondo gorgoteante y cenagoso de un pozo agotado, si uno quisiera verdaderamente hacerlo sin temor a despertar a la víbora cornuda que duerme allí enrollada sobre su cola, si uno quisiera hacerlo aceptando el riesgo de remover las emanaciones fulgurantes y nauseabundas del fango… Allí se detiene la historia matemática; aquí comienza la era del poeta: la vocación de una polifonía sobre arpegios de cacofonías dolorosas. (13)

Una polifonía ya no Humanista sino como reconocimiento de las dinámicas materiales (materializantes) que constituyen la realidad: flujos múltiples y relacionales más que humanos. Como se plantea desde el pensamiento maya,  espaciotemporalidades materiales en relación, tejido y/de montañas y sus habitantes, «todo lo que adquiere vida, lo que (se) transforma (en) vida, lo que hace vida o lo que se hace pleno en vida» (Jiménez y Ch’ok 41). 

Acaso podamos, todavía, encontrarnos a partir de una noción inmanente de lo sagrado como lo no negociable, lo indisponible, lo inalienable, como potencia común, entre “el claroscuro que nos envuelve, [que] no anuncia el alba, [sino que] se desenvuelve hacia la oscuridad”, (Lamko, Apostamos…) ahí/aquí, donde/cuando las luciérnagas se van apagando definitivamente, dejando espaciotiempos para la y de solidaridad, sin proyecto de futuro, pues no está en nosotres establecer órdenes o mundos.


*Texto desarrollado a partir del XXXIX Coloquio internacional: «El claroscuro en que nacen los monstruos. Pensar el presente», organizado por 17, Instituto de Estudios Críticos y realizado en la Ciudad de México en junio de 2025.

Imagen: Una sala carbonizada en la Universidad Islámica de Gaza (IUG), el 28 de abril de 2024 [Dawoud Abu Alkas/Reuters]

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