EL SILENCIO DEL TOPO

Entre sus lecciones sobre cine, Deleuze dice que el cine no occidental se caracteriza por la construcción directa de una memoria no psicológica, una que no tiene que ver con la construcción identitaria -el encontrarse con sus raíces-, sino como consecuencia de que la colonización y la opresión han producido una ruptura en su cronología, una “falla cronológica”. No es que nos han robado nuestro pasado, explica, es que nos lo han trasplantado; “se los han puesto en otros territorios[1]”. Es por ello que este cine no busca recuperar una memoria sino, de manera más radical y agresiva, constituirse como memoria del mundo. En estas lecciones, ofrecidas a finales de 1983, Deleuze probablemente tenía en mente el cine de crítica social del director filipino Lino Brocka, reconocido por películas como Manila en las garras de las tinieblas (1976) y Bona (1980); además menciona a Youssef Chahine, director egipcio cuyas películas re-trataron la vida de la gente en Alejandría.

Pero entre finales de los años 70 e inicios de los 80 en Guatemala dicha opresión colonialista se está operando en su forma más cruenta, la falla cronológica sigue activa. La memoria se está, en ese momento, distorsionando y mudando de lugar. En las palabras de Derrida[2], con Hamlet, se está descoyuntando, saliendo de eje. Tanto así que la documentación de aquellos momentos es escasa y las imágenes en acetato de celulosa que quedan están tan dañadas como distorsionadas, intervenidas por el tiempo mismo con sus hongos, el polvo y la liberación de ácido acético de la misma cinta. No obstante, los defectos ópticos y las degradaciones, tanto de la imagen como del sonido, se convierten en la muestra de que la materialidad misma de las cintas está viva, y que los archivos, contrario a lo que suele pensarse, y aún en condiciones controladas de humedad y temperatura, no son museos o espacios de resguardo de objetos muertos o materia inerte, suspendida en el pasado al cual, a su vez, congela. Entonces el tiempo se sale de su eje en varios sentidos y a través de distintos movimientos, diferentes ritmos: desterritorializaciones que también pueden ser reterritorializaciones, sin fijarse nunca. Los mismo sucede con las fotografías, los cuadernos y la correspondencia en archivos personales, como los conservados por la hija de Elías Barahona.

En el documental El silencio del topo (2021) de Anaïs Taracena se reactiva una dislocación del tiempo que también amplía relacionamientos. Los archivos de los telenoticieros de finales de los 70 y 80, nos cuenta, no existen. Y la cinemateca nacional solo resguarda la “memoria fragmentada del país”. Entre esas cintas dañadas Taracena re/encuentra el registro de las persecusiones, los secuestros y las conferencias de prensa en las que se des/ocultaba una agenda de anulación: procesos continuos de actualización, el pasado haciéndose presente. Injusticias entrelazadas en el presente denso que incluye al pasado y al futuro. Continuidad de la desigualdad, la violencia epistémica y la apropiación de territorios y modos de existencia -el presente que somos como memoria del mundo-. Toda estructura hegemónica, cabe subrayar, nos persigue (haunts us). De ahí que las cuestiones de justicia estén ligadas a una necesidad de re pensar el tiempo desde sus implicaciones políticas, sociales y materiales.

Las escenas de la quema de la Embajada de España (el 31 de enero de 1980) se extienden hasta el juicio por el mismo evento, que entre el 2014 y el 2015 condenó al jefe de la policía Pedro García Arredondo a 90 años de prisión. Las proyecciones borrosas y entrecortadas de las calles de la zona 1 y los momentos en que miembros de la policía nacional o la judicial secuestran a personas en plena luz del día se conjugan con las cintas de archivo del departamento de relaciones públicas de la presidencia y con las imágenes de un palacio nacional abandonado con mobiliario raído que parece habitado solamente por fantasmas. Elías Barahona, el topo, le dice a su amigo Carlos: “uno se muere, pero regresa”.

Perseguir fantasmas, como lo hacen la cámara de Carla Molina y la narración de Anaïs Taracena, no tiene que ver con ausentarse, con evadir la realidad o negar el presente. No es, tampoco, más fácil relacionarse con los muertos (lo sabemos en este país sobrepoblado por fantasmas). Los muertos piden justicia pero no la hacen, no ordenan nada, no se re-establece ningún tipo de balance. Relacionarse con fantasmas significa estar alertas, prestarle a atención a lo no evidente, a lo ignorado, lo olvidado, lo dejado atrás, todo aquello asumido como telón de fondo, alteridad, simulacro, representación, mera idea, mediación o metáfora —lo que solo es en función de algo más— y tiene que ver con la pregunta: ¿qué tiene derecho a existir? Porque los fantasmas son transtemporales, no todos vienen del pasado. Por otro lado, nuestros muertos en común también amenazan con olvidarse de nosotros. Vinciane Despret apunta, justamente, que “el acto de memoria se inscribe en el régimen de la reciprocidad[3]”.

Barahona, colaborador del Ejército Guerrillero de los Pobres, acepta el trabajo como jefe de prensa del ministro de gobernación Donaldo Álvarez Ruiz en 1978 —durante el gobierno de Romeo Lucas García—. Su experiencia como periodista le abre la oportunidad de infiltrarse y de informar a integrantes clave de la guerrilla sobre los planes del ministro de secuestrar, desaparecer o aniquilar a quienes la guerra contrainsurgente considera incómodo. Oculta pequeños papeles con anotaciones en espacios públicos dejando señales para que otros —las pocas personas que saben de su trabajo— los encuentren y avisen a quien tengan que avisar para evitar lo peor. Mientras, sus amigos cercanos y familiares, simpatizantes de la izquierda, lo dan por muerto pues lo juzgan como traidor. Es así como el juicio y la justicia establecen diferencias: dividen lo vivo de lo muerto. En esto consiste también el silencio de Elías, no solo el que guarda ante sus superiores en el gobierno, sino también para la gente que le es cercana. Deviene, él mismo, un fantasma: se mueve en la indeterminancia de una justicia por-venir. Relaciones no determinadas entre el ahora y el entonces, entre lo presente y lo ausente.

La espectrología es ontología. Está ligada a gestos que instauran otros modos de existencia. Por eso David Lapoujade[4] dice que quizás el arte —como el cine— esté por entero al servicio del derecho. Hace posible una conversación continua con el pasado (lo reconoce presente) con el propósito de inventar un futuro distinto, que no tiene que ver con intentar arreglar el pasado o hacerlo más justo. Nos permite preguntarnos: ¿de qué manera podrían instaurarse otros modos de existencia a partir de este desbaratamiento espacio-temporal? Estos modos de existencia no tienen que ver con entidades individuales, como una obra de arte, sino con el ensamblaje relacional que las conforma: una película como ensamblaje de enunciación colectiva. No ya una democratización del arte, sino el arte de la democracia[5]: hacer(nos) comunes.

La espectrología nos ayuda a hacernos responsables de nuestra no-inocencia y de nuestra complicidad, recordándonos que el pasado no está nunca atrás y que el ahora y el después son inseparables. De ahí que para Deleuze “la memoria del mundo y el tiempo son lo mismo[6]”. Quizás el testimonio que dio Elías Barahona , filmado por Taracena dos semanas antes de morir, no haya sido, realmente, “su última oportunidad para hablar”.


[1] Gilles Deleuze. Cine III. Verdad y tiempo. Potencias de lo falso, traducción de Pablo Ires y Sebastián Puente, Cactus, 2018. P. 66.

[2] Jacques Derrida. Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional. Trotta, 2012.

[3] Vinciane Despret. Muertos a la obra. Cactus, 2023. p. 34.

[4] David Lapujade (2022). Las existencias menores. Cactus.

[5] Lo apunta así Despret. Íbid.

[6] Íbid. P. 67.


Texto escrito para el anuario de cine de la Sociedad Fílmica Iximuleu.
Imagen: Still de la película El silencio de topo, Anaïs Taracena, 2021.

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