Hay llamados a los que no es fácil responder. Se presentan -se hacen presentes- sin dificultad y, aunque se planten enfrente, no hacen más que generar y multiplicar dudas, incertezas, enigmas. ¿Soy capaz de responder de alguna manera, de brindar algo de vuelta? ¿Puedo atender de manera lo suficientemente justa todo lo que esas presencias, con sus enredos conllevan?
Eloísa se presenta como una maraña de historias y cuerpos siempre en transformación. Se escapa, se desterritorializa, se des-rostrifica desde el primer intento de describirla, se mueve en la forma de un desplazamiento… Se mueve ya siempre en los márgenes y por eso es como imperceptible; insiste en quedarse allí. Hay márgenes que no está en nosotres leer ni visibilizar, hay cosas que no necesitamos nombrar ni hacer presentes -como quien coloca un blanco en la mira- pues en su devenir escapan cualquier captura. Y Eloísa se supo escapar desde niña y como mujer joven, mestiza y racializada a la vez por su pobreza. Existe una localización y al mismo tiempo múltiples fugas. De los datos en los archivos es mejor tomar distancia. Los testimonios de quienes la conocieron, como los registros oficiales se juegan ya en un campo determinado, territorializado y territorializante de representación.
Eloísa llega en harapos. La vestimenta desgastada y rasgada que cubre parte de su cuerpo diminuto organiza su movimiento de manera restringida. Cabello pegajoso y escaso, ondulado, piel canela, mocos sobre la boca, tierra entre las uñas y los dedos de los pies descalzos. Camina desganada, todo el tiempo hambrienta, aunque se las ingenia para recoger restos de comida al final de las fiestas, mientras se recoge la marimba. Engulle de inmediato pues no tiene donde llevar lo que encuentra, más que en la panza. La comida desechada le pertenece a los cuerpos igualmente desechados: se encuentran en esos no lugares en los que nadie se fija, fragmentos de espacio-tiempo materializados en abandono, efecto de producciones de cortes y anulaciones.
Pero el hambre y las sobras se encuentran y hacen a la niña, quien con sus pequeñas manos apresura todo lo que puede a su boca a la vez que juega a ser persona entre las sillas de una fiesta caducada. Para cuando ya se ha cargado la marimba en un camión mediano sale y sube con su padre a la parte de atrás para volver a casa. Siempre lo acompaña con la instrucción de quedarse fuera hasta que termine el evento. La niña pasa el tiempo de pie, al lado del camión, viendo de lejos a la gente que entra o que pasa por las calles cercanas, escucha de lejos la música y se entretiene con algún perro callejero. A veces hace toma una breve siesta en el camión, preparándose para la comida. Reconoce la pieza final. Se levanta y se alista para entrar, mientras los últimos comensales abandonan el lugar. Al volver a casa se acuesta de nuevo a dormir y cuenta las horas, esperando poder descansar lo suficiente antes de que la despierten en la madrugada.
Explorar implica continuar descubriendo lo que de manera inevitable está sucediendo ahí dentro. Lo que le sucede a Eloísa desde que llegó a ese lugar. ¿Cómo entrar sin caer en la descripción revictimizante?, ¿cómo reconocer la situación y al mismo tiempo construir otra historia, otras historias en las que lo enredos y arreglos sociomateriales no sean ya, de entrada, clausurativos?
Eloísa crece y su vida está marcada, no determinada, por su infancia, por la pobreza, el hambre, el abuso y las horas ene la calle, por su relacionarse con los perros las sobras, por el roce de sus pues con el suelo y la tierra, las piedrecitas regadas por toda la ciudad. Anulaciones que se siguen marcando y la siguen moviendo, enredando con ciertos cuerpos de cierto modo, la materialidad que habita y la habita: la atmósfera -el clima que se forma a su alrededor y la acoge- con sus in/capacidades de cuido o protección. Habría que reconocerse enredada con ella, en la narración de su historia. Narradora y personaje en una relación inseparable, para que se genere una contra-narrativa, fabulación crítica.
Eloísa no lo sabe, pero su madre se ha levantado una mañana con una dolorosa convicción. No tienen nada. Un petate en el suelo de tierra, algunas tablas por paredes llenas de ranuras y por las que se cuela el aire o la luz al amanecer. Una sola frazada sucia y desgastada. La ropa que visten es su única mudada. Aún así la arregla, le limpia la cara y las manos con un paño húmedo y le retira el cabello de la frente. La niña piensa que juegan, aunque el gesto de la madre es serio. En el fondo está triste, pero no saber cómo expresarlo, su rostro y sus movimientos no saber corresponder con lo que siente. Cuando el hambre se impone los sentimientos pierden importancia.
Es temprano. El sol aún no se asoma por las ranuras de las paredes. Eloísa sale de la mano de su madre, con paso apresurado, sin saber a dónde van. Está hambrienta pero sospecha desde la noche anterior que le esperaba un día más sin comida. La mañana anterior habían compartido una tortilla. Sus pues avanzan entre la tierra y la maleza seca, arrastrándose. Su madre tiene poca energía, pero aún así logra tirar de ella con fuerza. Luego de un rato llegan al pueblo. Mientras se adentran entre las calles de lodo y las paredes de adobe, Eloísa mira en el rostro de su madre la certeza de a donde van. Su mirada nunca antes ha estado fija en nada pues acostumbran a divagar por las calles, sin rumbo. También es otro el ritmo de los pasos que persiguen un destino. Las noches la niña solía pasarlas sola. Su madre regresaba al amanecer. Aquella vez se había quedado en casa. Cuando Eloísa despertó estaba durmiendo a su lado.
Ahora avanzan con decisión y luego se detienen ante la puerta desvencijada de una casa casi tan pequeña como la de ellas aunque un poco menos maltrecha. Apenas la madre toca abre un hombre de mediana edad. Sabía que llegarían, Eloísa lo nota en su expresión y en el hecho que es a ella a la única hacia la que dirige la mirada. Sostiene un fajo de billetes entre sus manos. La observa de pies a cabeza, le toma la barbilla y le eleva el rostro obligándole a mirarlo de vuelta, aunque un olor punzante en sus dedos la obliga a voltear de golpe. La mano gruesa, áspera y caliente del hombre le provoca una reacción hasta entonces desconocida. Él le entrega a la madre los billetes, la toma de los hombros jalándola hacia su cuerpo y la hace entrar a la casa cerrando la puerta de inmediato detrás de ella. La madre se da la vuelta sin decir nada y parte por la calle por la que llegaron bajo un sol todavía frío. Eloísa sabe que no volverá a verla.
Un par de años más tarde se traslada con el marimbista que la compró a la ciudad. No tienen mucho, pero sí lo suficiente para alquilar una habitación en una casa en los bordes de la urbe. Cuando llega a la adolescencia, Eloísa se dispone a buscar trabajo. Hay una sola cosa -así lo piensa- que puede hacer. En poco tiempo consigue abandonar al marimbista y mudarse a una casa más grande con otras chicas y mujeres de diferentes edades con quienes se dedican a atender a los padres de familia en proceso de consolidad la nueva sociedad luego del final de la dictadura.